Hemos construido un mundo de
puertas cerradas, cuando han de estar siempre abiertas para
acoger, en favor de los más desfavorecidos. La llave maestra
es don dinero como siempre. Quizás uno de los grupos más
menospreciados sean los pueblos indígenas. Según Naciones
Unidas hay por lo menos cinco mil grupos aborígenes y
autóctonos, compuestos de unos cuatro centenares de millones
de personas, que viven en cerca de cien países de cinco
continentes. Junto a estas gentes, también hay otras
excluidas y totalmente marginadas de los procesos de toma de
decisiones, que suelen habitar en las periferias, como si
fueran productos de desecho. Es aquí, en estos sectores de
la población, donde la hospitalidad en familia es una
auténtica virtud decisiva. También cohabita otro grupo de
despreciados en cualquier esquina del mundo, no sabemos
cuántos, porque a veces tienen que ocultar su identidad,
abandonar su idioma y hasta sus costumbres tradicionales
para poder vivir. Deberíamos sumar asimismo la cantidad de
personas explotadas, sometidas a represión y tortura, cuando
pretenden alzar la voz en defensa de sus derechos. Por
consiguiente, ya que cada año, el nueve de agosto, se
conmemora el Día Internacional de los Pueblos Indígenas,
convendría poner más empeño en la promoción y protección de
sus ansias por vivir dignamente, que son esenciales para
nuestro futuro en convivencia y, a la vez, imprescindibles
para crecer como familia.
En ocasiones pienso en la cantidad
de celebraciones que no sirven para nada, pero también las
considero necesarias, cuando menos para despertarnos la
conciencia. Por desgracia, las estructuras de poder, incluso
en marcos constitucionales, con Estados sociales y
democráticos de Derecho, han creado y siguen creando
obstáculos al derecho de ciudadanía. Los negros tintes de la
exclusión y la pobreza dificultan enormemente el desarrollo
humano, como un ser dispuesto a hermanarse con su misma
especie. Quizás tengamos que pasar del compromiso a la
acción. Estamos hartos de comprometernos con la palabra, sin
pasar de las buenas intenciones. Esta es la cuestión. Por
ende, la primera puerta que hemos de tener abierta es la del
corazón, puesto que sí ésta permanece indiferente, todo será
decir y no hacer nada. Desde luego, es importante escuchar
la voz de todos y de cada uno de nosotros, si realmente
queremos promover un crecimiento humano en el planeta. Qué
alegría más genuina siente el que hace del amor su compañero
de viaje, puesto que éste domina todas las cosas. De ningún
modo ofrecerá discursos vacíos. Aborrece todo lo que no es
sentimiento. Hoy más que nunca necesitamos levantarnos unos
a otros para aprender a crear fraternidad. Perseverar en los
valores humanos, sin tener miedo a comprometernos de por
vida, ha de ser nuestra acción continua. Objetivamente, tal
vez hemos venido a aprender a convivir, sin otra defensa que
el bien colectivo de la familia humana. Sin duda, para ello,
hemos de derribar los muros de la desconfianza y del odio,
promoviendo una cultura de mediación que nos reconcilie y
solidarice. Nada es tan urgente como esto último, sobre todo
para conciliar las opiniones contrarias y, así, poder
restablecer caminos de concordia.
Efectivamente, la sintonía es más
del alma, que en realidad es aquello por lo que existimos,
concebimos y también maduramos. En consecuencia, no es
posible formar parte de un pueblo, sentirse próximo, si
hemos fracturado nuestros propios vínculos de familia, de
filiación o hermandad. En los últimos tiempos, mucho se
habla de progreso; sin embargo, millones de ciudadanos de
todo el mundo no se benefician de estos avances. Sabemos,
además, que todos los años mueren casi seis millones de
niños antes de su quinto cumpleaños. Esperemos no tener que
avergonzarnos por no haber hecho más por los relegados, pues
generando más igualdad de oportunidades para la infancia de
hoy, significa menos inequidad y más mejora para el mundo el
día de mañana. Al presente, la misma dignidad corre peligro
cuando una estrecha amplitud de miras, desmembrada de las
exigencias objetivas de la cuestión ética, lleva a
decisiones que benefician a unos pocos afortunados,
ignorando los sufrimientos de amplios sectores de la familia
humana. Es el momento, entonces, de intensificar la
convicción de que la humanidad tiene que ser una piña.
Preocuparnos por los necesitados, que son muchos y cada día
más, ha de volvernos más comprensivos. En cualquier caso, el
mundo no puede permanecer sordo a la súplica de quienes
piden aliento para vivir o alimentos para sobrevivir. Tanto
monta, monta tanto. Además, no olvidemos que podríamos haber
sido cualquiera de nosotros las víctimas. La mejor ventaja
es ver las cosas como son y, a partir de ese análisis,
buscar remedios conjuntos para aliviar males que también son
conjuntos.
Claro está, si fundamental es
crear un mundo que valore la riqueza de la diversidad
humana, no menos importante es reavivar un mundo que se
construya sobre el auténtico amor, y no sobre los intereses
de algunos privilegiados. Por eso, nos entristece que el
fantasma de la violencia xenófoba se acreciente por el
planeta, y la llegada de refugiados active aún más el
cerramiento de las puertas en algunos países. Por tanto, el
desafío que se plantea a toda la humanidad es,
evidentemente, más que de orden económico y técnico, de
orden moral y político. Es un asunto de solidaridad vivida,
de desarrollo compartido y de puertas abiertas al progreso
de toda la familia. Ser desfavorecido significa, casi
siempre, verse más fácilmente atacado por los numerosos
peligros que comprometen la supervivencia y tener una menor
resistencia a la cotidianeidad que la vida nos presenta. Por
eso, la acogida no es un divertimento más, es una situación
de aceptación que hace que muchas personas puedan
sobrevivir. Me parece que todos los pueblos del mundo,
deberían tener centros de hermanamiento, para que todos
pudiéramos reencontrarnos en esa dimensión humana que cada
cual porta consigo mismo, y que tan poco la utilizamos a
veces, aunque solo fuese para recomenzar a sonreír esas
vidas bañadas por la exclusión, que no conocen más que el
llanto y el dolor.
Personalmente, pienso, que
toda la ciudadanía está obligada a hacer feliz a todos la
vida, y la mejor manera de hacerlo es sirviendo a la
persona. Precisamente, servir significa trabajar codo con
codo con los desfavorecidos, establecer con ellos relaciones
humanas de cercanía, vínculos de fraternización. Juntos
podremos buscar el camino, los itinerarios para la
liberación de cada cual. Todos somos dependientes, de ahí la
necesidad de acompañar a las personas en la búsqueda de
horizontes que nos hagan más humanos. No basta con dar unas
monedillas o un bocadillo, hemos de sumarnos a su lucha,
poniéndonos del lado del débil. El mundo cada día necesita
más pueblos que vivan el amor de modo concreto, de manera
enérgica con las personas más sencillas y sobre todo con los
excluidos. Fortalecer los lazos entre la ciudadanía,
promover un mayor respeto y entendimiento entre naciones,
estimo que son fundamentales para hacer frente a la
discriminación, generadora de multitud de abandonados.
Quizás debemos mirar más a la persona, y cuando sepamos
mirarnos, estoy convenido que surgirá el anhelo por
sentirnos familia. Únicamente así, podremos sentir la
necesidad de compartir la esperanza por un futuro mejor.
Connatural con tal acción, descubriremos que el secreto de
la felicidad radica en la liberación de uno para donarse, y
en el secreto de la libertad para hacerlo, en el corazón que
pongamos en ello. Permanezcan, pues, las puertas del alma
siempre abiertas; que un espíritu sano es lo más hermoso que
el cielo puede concedernos para soltar las lágrimas de esta
pobre tierra nuestra.
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