Tenemos que caminar hacia la
cultura de la concurrencia, pero no como fuerza, sino como
humanidad; sabiendo que somos muchos y diversos, pero todos
imprescindibles, máxime en un mundo globalizado como el
actual, tan crecido de cultos y tan recreado de
interrogantes, sobre todo para forjar un proyecto de unidad.
Sin duda, este es el gran cambio que hemos de suscitar, y
los referentes pueden ayudarnos a propiciar este
pensamiento. El dieciocho de julio de cada año, festividad
del nacimiento de Nelson Mandela, precisamente Naciones
Unidas se une al llamamiento de la fundación que lleva su
nombre para dedicar unos minutos de nuestro tiempo a ayudar
a los demás, homenajeando a Nelson Mandela en su día. Su
referencia ha de motivarnos a pensar, en el modo y manera de
cultivar esa confluencia de sentimientos, sabiendo que
dedicó su vida al servicio de la humanidad, primeramente
como abogado defensor de los derechos humanos, después como
preso de conciencia, y siempre como un labriego de lo
armónico, que culminó como primer presidente elegido
democráticamente de una Sudáfrica libre. Indudablemente,
todos los humanos nos merecemos tener las mismas
posibilidades para conquistar esa paz que nos merecemos y,
para ello, necesitamos entrar en diálogo. Desde luego, los
seres humanos han de conversar con más autenticidad, sin
complejos; únicamente así, escuchándonos más, podremos crear
nuevas realidades para un tiempo nuevo.
Para Nelson Mandela, la educación
era el alma del cambio. A mi juicio, continúa siéndolo, pero
además tenemos que tomar otras actitudes más vinculantes con
el ser humano. Lo que es evidente es que no nos podemos
cerrar, ni excluir a nadie, son las culturas abiertas las
que persisten en el tiempo, y esta ha de ser la base de la
concurrencia: todos somos ciudadanos, dependientes unos de
otros, y aunque tengamos diferentes lenguas, tradiciones, a
todos nos une el deseo de vivir armónicamente. Necesitamos
concurrir en un objetivo (el bien mundial), no uniformarnos,
más bien crecernos comunitariamente desde la independencia
personal de cada uno. Bien es verdad que todos tenemos
limitaciones, pero para este tiempo naciente se precisa
coraje, yo diría que mucha audacia para sacar el mayor bien
que podamos frente a los contratiempos que también puedan
surgir. Quizás sea el momento de la resistencia para superar
cualquier diluvio de vacilaciones. Los humanos sabemos que
hay momentos de una angustia fuerte en la vida que nos
oprime, pero también hay momentos de gran alegría. Los dos
sentimientos cohabitan con nosotros, forman parte de
nosotros, conviven a nuestro lado. Pese a todo, estoy
convencido, de que no hay mejor remedio que el compartirlo
todo, que la ternura convenida como cultura, para poder
sobreponernos a cualquier dolor; puesto que la humanidad por
sí misma, debe estar siempre unida y, como tal, también ha
de ser inseparable.
En cualquier caso, siempre ha sido
más acertado contener al ser humano por la afecto y la
recompensa que por el desafecto y el castigo. El propio
Mandela nos hizo ver lo que el mundo, y cada uno de nosotros
podemos conseguir si creemos, soñamos y trabajamos codo con
codo, para que esa cultura de la amistosa concurrencia se
injerte en la multitud, liberándonos de tantas inútiles
contiendas y cadenas. El ser humano, en su conjunto, ha de
concurrir al auxilio permanentemente. Hoy por ti, mañana por
mí; lo dice el propio refranero popular. A mi manera de ver,
esto es lo que nos pide esta nueva época, de tantos
desequilibrios sociales, nuevos impulsos para encontrar
caminos de esperanza, que nos ilusionen a todos en el
sentido más profundo del término. Está visto que la ilusión
es el motor que nos mueve. ¿Qué sería del mundo sin ella?,
pues nada. No hay futuro para ningún país, para ninguna
sociedad, si no sabemos ser todos más asistentes y
bondadosos. La esperanza es primordial para que ese sueño
ilusionante se enraíce y conviva con los seres humanos.
Jamás hay que tener miedo al encuentro, al diálogo, a la
confrontación constructiva con el análogo. Claro, el respeto
es básico, porque al final sino hay consideración todo se
desdice, y así no podremos reformar el mundo.
Quizás para mejorar esa cultura de
la concurrencia, y con vistas a converger en una cultura
armónica, tengamos que reconquistar la justicia en las
sociedades que hoy por hoy cargan con un legado de abusos de
los derechos humanos. Mal que nos pese, muchos moradores
llevan tras de sí una larga historia de humillaciones. Con
demasiada frecuencia se piensa en la pobreza con intereses
egoístas. Tenemos que volver a renacer hacia un mundo nuevo
sin fronteras, es posible, sólo es necesario activar otro
cultivo menos materialista, remover las conciencias,
movilizarnos para alcanzar otros horizontes más confluentes
con la vida. Los ojos de algunos niños pobres son los que
juzgan al mundo de la opulencia. Lo nefasto es que no
sepamos mirar y ver estas contrariedades, para poder
encarnar un moderno período, donde los servidores de lo
público no sólo hagan política, sino que también practiquen
con la ciudadanía el amor en su sentido más hondo, de
servicio permanente y continuo, para poder regenerar el
mundo en que vivimos.
Indudablemente, una cultura de la
concurrencia exige cooperación y una buena dosis de
comprensión y reconciliación. No existe una mejor prueba de
avance de una civilización que la del progreso cooperante a
pesar de las diferencias que pueda haber. Seguramente para
conciliar todo esto, antes tengamos que reconciliarnos hasta
con nosotros mismos, dejándonos transformar nuestro propio
corazón. Por eso, estaría bien abrir una escuela de
mediadores de paz, como ha propuesto recientemente la Unión
de Naciones Sudamericanas a Naciones Unidas. Por esta razón
es necesario trabajar mucho más sobre nosotros mismos, sobre
nuestra humanidad de la que todos formamos parte, para no
ser nunca obstáculo, y favorecer el acercamiento de unos
para con otros. Si se tiene esta actitud de concurrencia,
sin absurdas rivalidades, será más fácil experimentar los
valores auténticamente humanos de generosidad, honradez y
entrega de sí, atmósfera que nos acercará a la verdadera
solidaridad, uno de los valores fundamentales y universales
en que deberían basarse las relaciones entre los pueblos en
el siglo XXI .
Que nadie se devalúe como
persona. Todos nos merecemos algo mejor. Una responsabilidad
compartida, que englobe a todo la gente, será el modo de
lograr un planeta más habitable y una ciudadanía más
dignificada. Nelson Mandela, dijo que “jamás olvidaría cómo
millones de personas en todo el mundo se unieron a nosotros
en solidaridad para luchar contra la injusticia de nuestra
opresión mientras estuvimos en prisión”; yo también digo
hoy, que es esta cultura de la muchedumbre la que nos hace
pensar, que siempre es mucho más interesante que saber,
porque al fin se puede rectificar y enmendar los caminos. La
humanidad necesita personas de pensamiento que, sin duda,
son la semilla de la acción. Lo peor es quedarse parado, o
indiferente, en un tiempo explosivamente naciente.
Ciertamente, necesitamos alimentar el espíritu con grandes
reflexiones, pero también meditar sobre el ser humano, sobre
lo que soy, para hallar una respuesta a este desconcierto
mundano y a esta incertidumbre mundializada.
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