La vida, que por otra parte es un
permanente proyecto de reformas, hoy precisa más que nunca
reconsiderarse. De pronto, parece todo predispuesto para el
cambio, y así es, pero hay que tener en cuenta el modo y
manera de llevarlo a cabo, así como las preferencias y los
sujetos de esas renuevas. Ciertamente, el mundo lo
construimos entre todos y, entre todos, tenemos que activar
aquellas transformaciones necesarias para seguir
compartiendo espacios, o sea, conviviendo. Para ello, uno
tiene que cultivarse para sí, pero también tiene que dejarse
cautivar por los otros cultivos, tan necesarios como los
propios. Esta es la gran reforma que el planeta hoy precisa,
crecer más con el espíritu para comprender que todas las
manos son necesarias para desarrollarnos como personas.
Por desgracia, somos esclavos del
poder, de las finanzas, de lo económico; y en vez de ser más
dominadores, tenemos que ser más servidores, más respetuosos
con otras culturas, más considerados con los que menos
tienen. A propósito, recientemente una relatora especial de
Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas,
Victoria Tauli-Corpuz, llamaba la atención al mundo, y sobre
todo al gobierno de Belice, a garantizar el respeto del
pueblo maya a la no discriminación y a la propiedad
tradicional. Desde luego, cuando se pierde la consideración
por el análogo, difícilmente vamos a poder avanzar hacia
progreso alguno; puesto que el ser humano degradado, pierde
hasta su propio valor espiritual, convirtiéndose en un ser
perverso, destructor, y voraz.
Indudablemente, el saber humano es
imperfecto, deficiente, se precisa la fuerza moral para
complementarnos, sobre todo para implicarnos en el buen
hacer de las cosas. Además, cualquier individuo no se
desarrolla por sí mismo, sino en relación con otros; de ahí,
que uno más se crezca cuanto más se asciende en valores
humanos, en valores del propio espíritu. Una sociedad,
materialmente desarrollada como un mercado, en continua
opresión de oferta y demanda, nos lleva al vacío permanente.
Por consiguiente, se requieren de nuevos aires, es verdad,
para superar esta visión competitiva de mercado, para
vislumbrar otros horizontes más compartidos, donde cada uno
se sienta verdaderamente responsable de su semejante. Esta
es la auténtica solidaridad, la que nace de nuestro interior
y que no se congratula únicamente con dar lo que nos sobra,
sino adquiriendo un verdadero compromiso de auxilio
permanente hacia aquel ciudadano más vulnerable.
Hace tiempo que la insolidaridad
humana es manifiesta en el mundo, solo hay que ver los muros
que levantamos unos contra otros o las desigualdades que
tejemos cada día unos en favor de otros. Precisamente las
bolsas de pobreza subsisten por esa falta de fraternidad y
por el abuso de los dominadores, más dependientes del
egoísmo y del dios dinero, que de la asistencia a la voz de
los que claman ayuda. Ante esta lamentable situación, pienso
que es hora de activar reformas que nos hagan más humanos.
Lo vengo diciendo desde hace muchos años. Sólo hay que ver
que gran parte de los territorios del mundo atraviesan
graves crisis humanitarias, y nadie los aborda. La
desesperación, la miseria, la denegación de dignidad, se ha
convertido en algo que está ahí, y lo peor, es que el otro
mundo del bien/estar (dudo que algún día pueda ser del
bien/ser) permanece pasivo, sin inmutarse, ajeno a los
tristes acontecimientos, viviendo tan solo para sí mismo.
Sería saludable, pues, que
cada uno de nosotros respondiéramos con menos indiferencia y
más coraje interior; pero, claro, para ello hemos de
convencernos, cada cual consigo, que la humanidad de la que
formamos parte es una familia y, cómo tal, también todo nos
afecta. Todo lo contrario a lo que venimos observando. Ya
ven, lo complicado que es llegar a acuerdos entre naciones,
quizás porque escasea entre los ciudadanos esa pedagogía
espiritual de donación total, gratuita e incondicional por
principio natural. Verdaderamente, estamos todos llamados a
vivir en el mundo, pero no del mundo, con lo que esto
conlleva de privilegio para algunos y de desventaja para
otros. Y, de igual modo, hemos de estar todos también en
guardia ante una voz que pide clemencia para que deje de
pedirla. Cualquiera de nosotros podríamos ser los
demandantes de compasión.
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