La pregunta políticamente
incorrecta que con más frecuencia se hacen quienes una vez
acabada la carrera universitaria valoran la posibilidad de
aspirar a una plaza en la función pública es “¿hay enchufes
en las oposiciones?”. La respuesta inmediata, también
políticamente muy incorrecta, debe ser afirmativa. Pero con
un matiz: toda generalización supone una injusticia y, por
lo tanto, afirmar que el sistema de acceso a la función
pública en España está masivamente aquejado de un vicio tan
grave como el de corrupción en la asignación de las plazas
de las oposiciones es, por lo menos, arriesgado.
Las oposiciones a profesor en
Ceuta han causado la revolución de decenas de aspirantes que
se han visto fuera del proceso sin saber ni siquiera qué
nota han obtenido. Una situación que no se esperaban y ante
la que han puesto en común sus sospechas de falta de
transparencia en el proceso de oposición. Desde un punto de
vista constitucional las cosas están meridianamente claras:
accederán a la función pública en procedimientos de
concurrencia competitiva quienes acrediten tener un mayor
mérito y capacidad. La teoría deja pocos flancos abiertos a
la crítica. Pero, como casi siempre en el Derecho y en la
vida, la teoría y la práctica difieren considerablemente.
En este sentido, los
opositores a maestros de Infantil en Ceuta deberían tener en
cuenta algo que no es de general conocimiento ni siquiera en
los ámbitos de opositores experimentados. La convocatoria de
una oposición, en la que se sientan sus bases, es la “ley
del concurso” y su no impugnación deja consentido y firme el
sistema diseñado para la provisión de las plazas convocadas
en ese determinado procedimiento. En otras palabras, más
cercanas, el pataleo a posteriori contra las normas de la
oposición está condenado al fracaso. Si los opositores no
están conforme con el procedimiento establecido para la
oposición en la que pretende obtener una plaza lo que debe
necesariamente hacer es impugnar el acto administrativo en
el que se establece aquél.
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