A poco que nos adentremos en el
mundo observaremos que el aluvión de injusticias sociales
nos dejan sin aire, así como la corrupción política que
sufren todos los pueblos en mayor o en menor medida, lo que
nos invita a reflexionar sobre ello. En relación a esto,
personalmente pienso, que la cuestión no es tanto la
renovación de personas como el sentido ético de la
ciudadanía. Únicamente sobre esta conciencia moral es
posible construir un mundo más humano, y resolver los
problemas complejos y graves que nos afectan. Hasta ahora ha
triunfado la fuerza del poder económico, político, social,
en lugar de la dignidad del ser humano como tal, despojado
de cualquier interés de grupo. Así, en Europa, lo urgente
actualmente es establecer vallas protectoras para el euro,
en vez de establecer políticas sociales que nos lleven a
conquistar un mundo más fraterno. Mientras en África y
Oriente Medio, los incesantes conflictos armados obligan a
una desbandada de desplazamientos humanos, en el centro de
la cuestión cultural ha de incluirse abrir caminos a la
auténtica libertad de la persona, ya que se hace todo lo
contrario. Hemos de reconocer, por tanto, que bajo estas
realidades inhumanas, se resienta hasta el mismo fundamento
de la convivencia, amenazada y abocada al mayor de los caos,
a su disolución como especie; y, lo que es peor, a una
verdadera inmoralidad que nos trasciende a un mundo de
salvajadas sin precedentes.
Por desgracia, las divisiones forman parte de la identidad
humana. En esto no hemos evolucionado. Nos puede la necedad
del egoísmo, que llevado a sus extremas consecuencias,
desemboca en la negación de la idea misma de ciudadanía.
Ciertamente, nos hemos globalizado, pero el individualismo
nos sobrepasa, para la cual cada uno se encuentra ante su
verdad, totalmente distinta a la verdad del otro ciudadano.
De este modo, va a ser muy difícil entrar en diálogo,
avanzar, puesto que esta cultura pone radicalmente en duda
los mismos pensamientos. En este sentido el cardenal J. H.
Newman, gran defensor de los derechos de la cognición,
afirmaba con decisión que “la conciencia tiene unos derechos
porque tiene unos deberes”. Naturalmente, cuando todo lo
hacemos subjetivo a nuestros propios negocios, la mundanidad
toma posiciones privilegiadas. Es lo que está pasando en el
momento presente. Estamos siendo gobernados por personas
irresponsables, sin seriedad alguna, que anteponen sus
avaricias a una vida de servicio a los demás, que es por la
que han optado libremente. De ahí la necesidad, de unirse
cada vez más, como hace setenta años lo hicieron un grupo de
naciones, ante las cenizas y los escombros de la Segunda
guerra Mundial. En este momento Naciones Unidas cuenta con
193 Estados miembros y, tras de sí, con una historia
verdaderamente elogiosa, con importantes frutos como el
desmantelamiento del colonialismo, el triunfo sobre el
apartheid, el mantenimiento de la paz en zonas en conflicto
o la protección de los derechos humanos.
Desde luego, si en verdad queremos hacer una vida humana más
condescendiente con la propia especie, o sea más íntegra
para que nos haga mejores personas, hemos de intensificar la
cuestión ética, o si quieren moral, y para ello, han de
adquirir una importancia fundamental y decisiva las
organizaciones internacionales. Lo prioritario ha de ser el
ser humano más allá de las estructuras de poder, exigiendo
un examen de las mismas y su transformación en una dimensión
mucho más aglutinadora y universal. No cabe la exclusión
ciudadana. Todo esto da testimonio en favor de la obligación
de unir ideas con la laboriosidad como virtud, que permitirá
a todo ser humano, ser mejor ciudadano, crecer como persona.
Por consiguiente, el progreso en cuestión debe llevarse a
cabo mediante la ciudadanía en su globalidad y debe producir
un bienestar global en la vida humana, lejos de quienes
buscan asesinar, destruir y aniquilar el desarrollo humano y
la cultura. Sin duda, tan importante como vivir es dejar
vivir. Ahora bien, sin verdad, sin decencia y amor por
nuestros análogos, todo se deja a merced de la lógica del
poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad, y lo que
es más absurdo, con efectos destructores de la persona que
lucha por el bien colectivo. Ya está bien de mesianismos
prometedores que son falsos y que forjan decepciones, ha
llegado el momento de humanizarnos, y que el escándalo de
las disparidades hirientes cese, para progresar como seres
pensantes, más allá de las cuestiones económicas.
Naturalmente, nos merecemos cohabitar en un mundo rico en
intelecto, pero éste inmerso al servicio de toda la
ciudadanía, especialmente de los más vulnerables. Convendría
ponernos en acción y no enviar armas a zonas de conflicto,
abrir escuelas en su lugar, reeducarnos en lo armónico.
Sería bueno, pensar en la imagen de un acorde sinfónico,
todos los instrumentos suenan juntos, de manera coordinada,
cada uno con su peculiaridad, y esto, en verdad, es lo que
nos trasciende y emociona. Cuando se tiene una vida plena
todo se fraterniza, y siempre encontramos la manera de
acogernos y respetarnos desde esa diversidad. Claro, para
esa colmada existencia hace falta la construcción de una
sociedad más justa, donde todo el mundo pueda vivir bien y
ser dichoso, contagiada por el amor principalmente y por una
regla de hábitos coherentes con el espíritu del afecto.
Estoy convencido, por ende, que el ser humano tiene que
aprender a quererse para poder respetarse mucho más, y
aunque la verdad y la justicia no han de tener fronteras,
tenemos que fomentar un sentimiento de pertenencia y no de
exclusión como se ha venido haciendo en las últimas décadas.
A mi entender hoy el mundo necesita prioritariamente
escuelas de moral, pues, como decía Albert Camus, “un hombre
sin ética es una bestia salvaje soltada”. Es capaz de
cualquier cosa. De matar al primero que se le ponga en el
camino, de torturarlo para que se sienta mal, de
atormentarlo con cuestiones crueles, y hasta de injertarle
doctrinas macabras para que no pueda ser él mismo. Cada día
precisamos estar más en paz con nosotros mismos, y la manera
de conseguirlo, no es otra que fraternizar, que convivir
desde la clemencia. Lo que puede parecernos arcaico no lo
es, puesto que no se trata de ejercer de compasivos, que
también, pero sobre todo de personas equilibradas y es, esta
sensatez, la que imprime el valor ético de nuestros actos.
Allá donde la moral y las creencias son reducidas al ámbito
exclusivamente privado, dificultosamente se va a poder
formar una sociedad solidaria. Tengámoslo en cuenta. No le
hemos prestado atención a esto, y la consecuencia, es el
fracaso y el retroceso. La grandeza de una especie, mal que
nos pese, está en relación directa a la evidencia de su
fuerza moral. Desprendámonos de autocomplacencias, e
inventémonos, si acaso un nuevo código ético, de ética
moral, como horizonte para un nuevo renacer más verdadero,
más incluyente, más de la conciencia, más de nuestro
específico interior en definitiva.
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