Tenemos que volver a nuestras
raíces. El mundo debe concentrarse en vivir en sociedad, en
atender a las personas más vulnerables, en comprender el
abecedario del corazón para contribuir a una vida más
auténtica y desprendida. Ciertamente, cada ciudadano es como
es, pero ha de buscar vivir en lo armónico; y es, desde esta
estética del alma, como podemos avanzar hacia esa unidad
conciliada y reconciliadora que tanto necesitamos. Con
frecuencia, Naciones Unidas nos llama la atención sobre la
represión sistemática y la violación constante de los
derechos humanos. Estos desajustes sociales casi siempre
parten de poderes que gobiernan con arbitrariedad e
impunidad, sin miramiento alguno por el ser humano, al que
se le desmotiva hacia una falsa conquista de un bienestar
que no es tal, puesto que cada día somos más esclavos de
nuestras propias contrariedades. Por desgracia, lo hemos
concentrado todo en el individuo, cuando el horizonte es
comunitario y la grandeza de un bienestar moral es cuestión
global.
Indudablemente, necesitamos tener horizontes por los que
vivir, por los que luchar, es nuestra gran esperanza, en un
mundo que por su naturaleza es tremendamente imperfecto,
pero va a ser nuestro coraje y nuestra ética lo que va
impedir que las cosas no tengan un final perverso. Todo va a
depender de la propia especie humana, en el sentido de que
podemos ser tanto constructores como destructores de un
camino sin retorno. Por ello, tenemos que hacer todo lo
posible por aminorar los sufrimientos en un mundo
espantosamente permisivo, ocupado y preocupado por grandezas
absurdas, en lugar de mostrar la mano tendida hacia aquellos
seres humanos que a diario se ahogan en el miedo ante
nuestra indiferencia. Sin duda, la ciudadanía tiene que
mostrarse más acogedora. Los países deben analizar
individualmente el riesgo de tortura que sufren algunas
personas migrantes y no deportar a nadie a un lugar donde
corra el peligro de sufrir persecuciones o tormentos.
Debemos protegernos unos a otros, no victimizarnos. No
olvidemos, que un mundo sin clemencia es un mundo a la
deriva, por mucho que se nos llene la boca de justicia.
Nuestras raíces son las que son y han de estar relacionadas
con la autenticidad del consuelo, y con la imagen de la
esperanza puesta en nosotros mismos. Puede haber personas
que hayan destruido en sí mismas el deseo de crecer como
humanidad, optando por vivir egoístamente para su yo y el de
los suyos, personas que han vivido para el odio y la
mentira, que han pisoteado la inocencia de un niño y hasta
la sonrisa de un abuelo, pero detrás de su terrible historia
van a reencontrarse con la decadencia de su propia paz
interior. A poco que ahondemos en lo que somos, veremos que
nuestras existencias están en profunda comunión entre sí.
Nos necesitamos todos para proseguir nuestras andanzas cada
amanecer, incluso hasta en el sufrimiento si es compartido
es menos sufrimiento, tampoco nadie puede vivir por sí
mismo. En consecuencia, nunca es demasiado tarde para
recomenzar una nueva vida, donde se avive mucho más la
conciencia social, para de este modo reconocer cuál es la
contribución que cada uno puede aportar solidariamente al
mundo y a sus análogos.
Por desgracia, no sólo se viene produciendo un deterioro
mundial de la convivencia, también soportamos una
degradación del mismo ser humano, al que se le impide muchas
veces, no solo transitar por el mundo, sino también vivir y
poder desarrollarse. Cada día son más las fronteras y las
barreras que nos trazamos unos contra otros, y mucho me temo
que esto va en aumento, ante la debilidad de las reacciones
internacionales. Todo se somete al poder y a los poderosos,
luego se manipula la información hasta el extremo más
ficticio, para que prevalezca el interés de los activistas
de las finanzas. Así no se puede avanzar en esa añorada
unidad. Es verdad que todo está interconectado, pero todo
está asimismo dañado por una visión excluyente que margina y
no ampara, aunque sabemos que toda sociedad tiene la
obligación de defender y promover el bien colectivo. Ahí
están los muchos deberes por hacer. Aún no hemos erradicado
la miseria porque no hemos querido. Nadie asume
responsabilidades. Y la factura de débitos desbordándonos.
Mal que nos pese, pues, el horizonte es negro. Nos amenaza
la tempestad. Trabajemos, pero de otra manera; a mi juicio,
más coordinados y con menos venganzas. Este es el único
remedio que se me ocurre para el mal de este siglo.
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