A veces tengo la sensación de que
somos una especie atormentada; puesto que nos movemos entre
la congoja de un porvenir que no solemos alcanzar, a través
de un pasado que nos encadena cuando menos como linaje y, en
demasiadas ocasiones, con un cúmulo de despropósitos. Y,
aunque la prohibición de la tortura es absoluta en todo el
mundo, lo cierto es que cada día son más los que huyen de la
violencia y la persecución. En efecto, son muchos los seres
humanos que precisan recuperarse y recobrar su dignidad,
poder ser ellos mismos, sin más cadena que el tronco que nos
encadena como ciudadanos del mundo. Por supuesto, la
cautividad de dolor y sufrimiento no cesa en ninguna parte
del planeta, sobre todo en el contexto de los continuos y
permanentes conflictos armados. La proliferación de crisis
humanitarias, extendidas como jamás, debe hacernos
reflexionar. Por tanto, sería saludable que, coincidiendo
con el Día Internacional de las Naciones Unidas en Apoyo de
las Víctimas de la tortura (26 de junio), la familia humana
prestase una más efectiva asistencia psicosocial a todos los
colectivos torturados y, de este modo, lograr que todos los
países otorguen reparación a sus martirizados, pues, aunque
existe un marco jurídico amplio para la lucha contra todo
tipo de torturas, no siempre está asegurada la protección, y
aún menos, la asistencia al torturado.
Por otra parte, tan importante como permanecer activos en el
auxilio, es no ser ciegos para poder alzar la voz ante el
aluvión de actos de tortura. De un tiempo a esta parte,
hemos de reconocer que la inhumanidad nos ha degradado como
sujetos pensantes a límites insospechados. La
deshumanización, de no cesar este diluvio de prácticas
crueles, será generalizada en los próximos años. Por eso es
de esperar que se retomen, con urgencia, diálogos serenos y
sinceros para que las convenciones no pierdan su cátedra de
autoridad, y se pueda fomentar el consenso de toda la
comunidad internacional, ante la protección efectiva de los
valores esencialmente humanos de la ciudadanía. En este
sentido, nos alegra que la Asamblea General de Naciones
Unidas acabe de adoptar una resolución que declara el
diecinueve de junio como Día Internacional para la
eliminación de la tortura de violencia sexual en los
conflictos, con la intención de generar conciencia al
abordar este flagelo. En consecuencia, es un acto meritorio
que la Misión de Argentina ante Naciones Unidas patrocinase
tan importante resolución, porque sin duda se está
contribuyendo a cimentar una cultura cuando menos de
sosiego. A propósito de esto, Cristina Perceval, embajadora
de ese país ante la ONU, ha puesto el acento en buscar
soluciones concretas para miles y miles de seres humanos,
mayoritariamente mujeres, niñas y niños, víctimas del odio y
la intolerancia, de la crueldad de distintas formas de
violencia, en esta ocasión de la violencia sexual utilizada
en conflicto como arma de guerra para humillar, dominar,
someter y degradar nuestra humana dignidad. Ojalá sus
palabras nos hagan meditar. A mi juicio, el ser humano no se
da cuenta de cuánto puede hacer, más que cuando realiza
propósitos, delibera, imagina y proyecta que otro mundo es
posible.
Realmente son tantas, y tan persistentes, las cadenas que
nos torturan hasta destruirnos, que el valor del ser humano
apenas vale nada en los circuitos del poder corrupto. De
ahí, que reintegrarse a la vida cotidiana después de sufrir
torturas de todo tipo sea cada vez más complicado y,
subsiguientemente, nunca podrán justificarse este tipo de
penas sanguinarias, feroces, independientemente del modo en
que se manifiesten o produzcan. El ser humano es único,
irrepetible, singular por sí mismo, y como tal, hemos de
eliminar esta repugnante lacra de prácticas
deshumanizadoras. Realmente nos llama la atención la
debilidad de la reacción política internacional ante este
abundante caudal de torturas que nos asalta. Resulta curioso
ver como algunos países todo lo justifican, luchando por no
reconocer lo que verdaderamente se conoce, posponiendo las
decisiones significativas, actuando como si nada ocurriera.
Sin embargo, investigaciones de Amnistía Internacional
indican que agentes de policía y miembros del ejército
utilizan sistemáticamente la tortura para obtener
información y confesiones, para castigar y agotar a las
personas detenidas. Mal que nos pese infinidad de seres
humanos de todos los continentes se juegan la vida a diario
luchando contra las torturas, contra la mismas cadenas de la
muerte, y su degradación total.
Ciertamente, cuesta entender que aún no marchemos unidos en
la lucha contra la tortura y la sinrazón más salvaje. Así,
resulta complicado de concebir, que el suplicio bajo
custodia continúe endémico en muchas naciones y los
esfuerzos por llevar a los responsables ante la justicia sea
sumamente dificultoso. De igual modo, también nos resulta
doloroso, que una gran parte de los humanos acepten el uso
de la tortura y otros hechos degradantes, como respuesta a
los altos índices de delincuencia violenta. Asimismo, en
algunos pueblos siguen permitiéndose castigos tales como la
flagelación y las investigaciones sobre el uso de la tortura
son casi insólitas. Además, en todos los rincones, y
sustancialmente en los países que han vivido la caída de
gobernantes que llevaban largo tiempo en el poder, se
percibe un sentimiento de frustración por la lentitud de los
cambios, en cuanto a otro clima más sosegado y de menos
venganzas. Naturalmente, ante esta bochornosa situación
deberíamos recalcar y reclamar, igualmente, la inequívoca y
absoluta prohibición de cualquier trato inhumano, cruel o
degradante, sabiendo que la espiral de la violencia sólo la
frena la reconciliación de unos para con otros.
Todo este ambiente de contrariedades me lleva a propiciar el
siguiente deseo: Tenemos que aprender a vernos como hermanos
y a vivir como familia. Ahora bien: ¿Quién es libre para
empezar a hacerlo?. Quizás el que sepa dominar sus impulsos,
el que busque sus tiempos y sepa profundizar en lo que
somos, el que rompa con las cadenas de este interesado
mundo, aquel que confíe en su propia conciencia y sepa pulir
las aristas de su carácter. No olvidemos que cada uno de
nosotros tiene en sí una identidad personal, que nunca puede
ser reducido a la categoría de objeto. Indudablemente, para
desterrar esta existencia que nos deshumaniza, hemos de
apostar por un pensamiento diferente, por otros programas
educativos, por otro sentido de la vida y de la convivencia.
Para ello, tal vez tengamos que propiciar esa ecología
humana que nos haga sentirnos diferentes, y así, poder ser
capaces de confinar para siempre esa violación gravísima de
los derechos humanos, entre los que se halla la tortura, o
cualquier aberración horrenda de la conciencia humana.
En relación a esto, la nueva encíclica del Papa Francisco,
puede servirnos de orientación, puesto que establece la
necesaria relación de la vida del ser humano con la ley
moral escrita en su propia naturaleza, necesaria para poder
crear un ambiente más digno. La dignificación del ser humano
y de su hábitat aún queda por conquistarla. No perdamos más
tiempo y establezcamos un mundo para todos y todos para un
mundo más ligado al bien colectivo. Hoy, sin duda, es una
exigencia ética fundamental. Pasemos, por consiguiente, de
la moral de los principios al proceder de las
responsabilidades. Al fin y al cabo, seamos conscientes, de
que somos los auténticos responsables de cuanto acontece en
este planeta. No tiremos la piedra y escondamos la mano, por
favor.
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