A veces pienso que siempre hay que
morir un poco para despertar, para salir de nosotros mismos,
de nuestros egoísmos, de nuestro bienestar, y poder abrazar
así la auténtica solidaridad con nuestros semejantes. Este
es el genuino horizonte a conquistar. Verdaderamente
desconsuela una existencia sin perspectiva. Frecuentemente,
además, nos perdemos con apegos materiales como si este
paraíso fuese eterno, cuando lo importante es vivir
donándonos. Más de una vez andamos por la vida endiosados,
pensamos que somos poderosos, que lo sabemos todo, y cuando
nos derrotan se nos viene todo abajo. Bien es verdad que el
egoísmo nos puede, que el orgullo nos domina y la estupidez
nos encandila. No hay cristales de más aumento que nuestros
propios ojos cuando nos miramos hacia dentro. Deberíamos
corregir esto pacientemente, y caminar más despojados, más
con actitud de servicio.
En ocasiones, ciertamente, se necesita una buena dosis de
paciencia para soportar las desigualdades, las calumnias,
las enfermedades, los atropellos; pero al fin, creo que vale
la pena no sentirse ofendido y mostrar un espíritu
conciliador. Sabemos que las regiones de América del Norte y
Asia-Pacífico han incrementado el mercado de ricos y, que
esta última zona recupera el primer lugar en población de
alto patrimonio; sin embargo, tenemos las más altas cotas de
miseria material, puesto que cada día cohabitan con nosotros
más pobres, pero también hay una miseria moral que nos
convierte en cautivos del vicio y prisioneros de todo tipo
de corrupciones, y hasta una miseria más espiritual que nos
golpea cuando nos alejamos unos de otros y, en lugar de
amor, fabricamos odio e intereses. Naturalmente, no se puede
ser más mísero, cuando el poder, el lujo y el dinero, se
antepone a la exigencia humana de una distribución
equitativa, a la sobriedad y al compartir para que todos nos
sintamos bajo ese clima armónico que, absolutamente todos
nos merecemos, por el simple hecho de ser personas.
Debido a este incremento de miseria humana, todo se degrada,
hasta la misma tierra productiva. Según Naciones Unidas,
alrededor de quinientos millones de hectáreas podrían
rescatarse de forma eficaz en lugar de ser abandonadas. No
olvidemos que esta degradación también contribuye a generar
una cuarta parte de los gases de efecto invernadero que
están calentando el planeta. No me extraña, pues, que un
líder mundial como el Papa se afane a través de una
encíclica sobre la protección del medio ambiente, en pedir
responsabilidad ante un mundo en destrucción. Se ha dicho
que la única tristeza es no ser santos (L.Bloy); podríamos
decir también que hay una señera miseria, la de no vivir
como hijos del amor y, por consiguiente, hermanos de
corazón. El día que la humanidad se sienta como una familia
unida e indivisible, habremos progresado en la auténtica
riqueza, en la de sentirnos, ciudadanos del mundo. De lo
contrario, esta misma humanidad morirá por sí misma, entre
la desesperanza y el aburrimiento, entre el rencor y la
venganza, entre el todo y la nada en definitiva.
Desde luego, hay una manera de contribuir a nuestra propia
protección, y es la de no encogerse de hombros ante nada, ni
ante nadie. Por ello, quizás tengamos que avergonzarnos de
nuestra pasividad, de nuestro dejar hacer, obviando que todo
lo que le ocurre a un ser humano, por lejano que nos
parezca, no debe resultarnos ajeno a nosotros. Es hora, por
tanto, de establecer un final para las contiendas y un
principio para el amor. Evidentemente, tenemos que dejar de
sembrar dolores, poniendo en práctica la instrucción de
obtener lo mejor de cada cual. “¿Qué otro libro se puede
estudiar mejor que el de la humanidad?”, como se interrogaba
el pensador indio Mahatma Gandhi. Con esta interpelación,
cada uno consigo mismo, tal vez deberíamos ser más
compasivos, más habitantes en guardia, más humanidad en
común, reconociendo que los niños son los continuadores del
linaje, y que nosotros hemos de ejemplarizar nuestras
acciones con vistas a su enseñanza. No es fácil, lo decía el
mismo fundador del Budismo: “Para enseñar a los demás,
primero has de hacer tú algo muy duro: has de enderezarte a
ti mismo”. En consecuencia, para empezar a enderezarnos,
sospechemos de aquella generosidad que no cuesta y no duele.
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