Reconozco que una de las estampas
que más me conmueve es ver la huida forzada de seres
humanos. Por desgracia, son muchas las almas que han de
trasladarse para poder sobrevivir. La guerra continua siendo
la principal causa del inexcusable desplazamiento. Las
cifras nos dejan sin palabras. El cincuenta y cinco por
ciento de los refugiados provienen de cinco países afectados
por conflictos armados y situaciones de violencia
generalizada: Afganistán, Somalia, Irak, Siria y Sudán del
Sur. Respecto a las personas desplazadas, figuran no solo
países lejanos a América Latina como Siria, sino también la
misma Colombia. Asimismo, hay diez millones de ciudadanos
que carecen de una nacionalidad, en países tales como
Myanmar, Côte d’Iviore, República Dominicana, Tailandia,
entre otros. En cualquier caso, todos ellos son latidos de
vida que desean normalizarse. La esperanza de una salida
humana a su desesperación jamás la pierden. Recordemos que,
en las adversidades, cualquier persona es salvada por la
confianza puesta en sus análogos.
Este desbordante número de desplazados nos recuerda la
necesidad de superar divisiones, de poner sosiego en un
mundo convulso, de renovar nuestro compromiso por
entendernos, de la obligación de auxiliar a las personas que
han tenido que abandonar su propio hábitat. No podemos
permitir que ni una sola persona se vea rota por contiendas
inútiles de unos contra otros, que ni una sola familia se
vea desgarrada por el absurdo de las batallas. Los niños son
casi siempre los que más sufren. La asistencia humanitaria
no es suficiente, se precisa atajar de raíz este mal con
otros gestos más directos, como la construcción de un mundo
más respetuoso con la ciudadanía, y especialmente con los
más débiles, teniendo en cuenta que la solución a este
problema sólo puede venir del diálogo comprensivo, de la
moderación en nuestras actitudes, de la compasión por quien
sufre esta situación de exclusión, con la búsqueda de
soluciones conjuntas y globales, a través del sentido de la
responsabilidad de todos para con todos.
Reconozco que no es nada fácil tener que reiniciar la vida
alejado de los nuestros, teniendo presente además que la
mayoría de las personas que huyen desesperadas, tienen que
elegir entre algo horrible o algo aún peor. Por
consiguiente, hemos tomar conciencia de esta angustiosa
realidad, donde los pueblos se alzan en irracionales
conflictos, apoderándose de ciudadanos verdaderamente
desmoralizados. Al conmemorar durante este mes de junio,
concretamente el veinte, el Día Mundial de los Refugiados,
pienso que sería bueno, no sólo recordar las causas que
obligan a estas personas a desplazarse obligadas por todo el
mundo, también sería humano hacernos el propósito, cada cual
consigo mismo, de brindarles nuestro incondicional apoyo. No
olvidemos que podemos ser cualquiera de nosotros los que un
día podemos padecer esa movilidad impuesta.
En muchos casos huyen a la desesperada, para salvar su
propia existencia, con la intención de hallar seguridad,
protección y una manera de satisfacer sus necesidades más
básicas. Por eso, la solidaridad internacional es
imprescindible. Me consta que multitud de ciudadanos, ante
esta aglomeración de sufrimientos inenarrables, depende de
la asistencia material y de la protección jurídica de
organizaciones caritativas. En consecuencia, tanto nuestra
comprensión como nuestro auxilio, contribuirá a que
encuentren en el mundo el hogar perdido. Ciertamente, la
especie humana en su globalidad ha de abrir sus brazos a
esos pueblos en conflicto, para acoger a esos ciudadanos
desalentados, abatidos, sin horizonte alguno.
Hagamos, pues, del planeta una ciudadanía sin fronteras,
donde todos nos sintamos porción y proclama de la
reconciliación, según la cual nadie pueda ser considerado un
estorbo, fuera de lugar o descartable. Realmente, todos
necesitamos sentirnos acompañados por gente compasiva y, a
la vez, acompasados por lo armónico. Todo lo contrario a lo
que se percibe hoy en un mundo rebasado por violaciones
sistemáticas y generalizadas de los derechos humanos, lo que
genera un clima de terror como jamás, que acalla cualquier
voz disidente. En muchos países no rige la ley, sino el
miedo. Mal que nos pese, este es el horrendo escenario en el
que nos movemos. Pienso, por consiguiente, que ha llegado el
momento de que los gobiernos del mundo, y especialmente los
de Europa, norte de África y Oriente Medio, se esfuercen más
por hacer frente a este creciente éxodo de solicitantes de
asilo y migrantes en todo el Mediterráneo. Naciones Unidas
estima que la cantidad de refugiados podría duplicarse en
los próximos meses, por lo que urge implementar planes
mundiales que den respuestas eficaces al fenómeno. Insisto,
hablamos de vidas humanas que huyen en busca de una vida a
salvo. Es por ello, que cada día estoy más convencido que la
cultura del hermanamiento se hace vital para superar
actitudes defensivas y recelosas, de desinterés y apatía.
Personalmente, hace tiempo que vengo reivindicando menos
políticas interesadas y más cultivo por la unión de la
especie humana. Son muchos los pueblos que arden en mil
conflictos, pero ante este cruel fenómeno, lo peor es
quedarse sin hacer nada, lo humano es que respondamos
cooperando e intensificando los esfuerzos para crear
condiciones adecuadas de convivencia. Bien es verdad, que no
se puede reducir el avance de los pueblos a un mero
crecimiento económico, obtenido en la mayoría de las veces
sin considerar a las personas más indefensas, el mundo sólo
puede mejorar si no se abandona a nadie, si todos cuentan en
esa atención primaria; si somos capaces de avivar una
cultura de acogida, y no de exclusión, como hasta ahora se
ha venido haciendo.
Conviene recordar que aún millones de personas alrededor del
orbe se encuentran atrapadas en una especie de limbo
jurídico, al no ser consideradas como nacionales por ningún
país, afectando al disfrute de sus derechos más básicos.
¿Habrá algo más inhumano que ninguna nación nos acepte?.
Evidentemente, esta tensión aparte de destruir a la persona
que es víctima del hecho, la misma sociedad se deshumaniza,
con el consabido desarraigo que a todos nos embrutece. Por
otra parte, no perdamos de vista que de los más de cincuenta
millones de personas desplazadas forzadamente que hay en el
mundo casi la mitad son criaturas en formación. Debido a
estos abultados números, la agencia de Naciones Unidas para
los refugiados, con la colaboración de una firma comercial,
acaba de tomar la decisión de desarrollar una campaña de
sensibilización, mediante una sugestiva mochila, para
generar empatía y recordar al público lo que significa el
desplazamiento forzado para los chavales.
Esta expansión de lucha cotidiana por la supervivencia debe
interpelarnos a todos, también a la Comunidad Internacional,
pero nuestra tarea debe ser más exigente para favorecer
respuestas concretas de cercanía y acompañamiento hacia esa
ciudadanía marginada, también hacia esas personas que huyen
de sus hogares por causas parecidas a las que motivan la
huida de los refugiados, pero que no cruzan una frontera
internacional. Los datos son descomunales. Según Naciones
Unidas, cada minuto ocho personas lo dejan todo para huir de
la guerra, la persecución o el terror. Invito, pues, a
reflexionar sobre este contexto que va a más, de personas
forzadamente desarraigadas, cuando menos para defender su
dignidad, mejorar su calidad de vida, con la esperanza de
que vuelvan a alegrar su existencia con nuestro apoyo. El
ser humano necesita querer, pero también sentirse querido. Y
es muy duro, que ante la lejanía de los afectos familiares,
nadie te vierta una sonrisa de luz, ante la incertidumbre de
futuro, en la que suelen encontrarse los campos de
refugiados.
|