Los seres humanos tenemos una gran
asignatura pendiente, que no es otra que el retorno a una
cultura modelada por los abecedarios nativos de un corazón
auténtico, para que podamos entender el lenguaje del amor, y
nos despojemos de una mentalidad que todo lo divide, en
lugar de fraternizar; que todo lo fundamenta en la sospecha,
en la confrontación y en la rivalidad, en vez de vincularlo
al don de la reconciliación y a la grandeza de un impulso
armónico. Lo que desde un punto de vista egocéntrico, puede
parecernos imposible, irrealizable y, tal vez, hasta
inaceptable, otro espíritu más desprendido puede hacernos
comprender que la tolerancia es la mejor virtud para sanar
cualquier herida. Evidentemente, hemos de volver a conectar
con el pulso de un ánimo níveo; además tenemos que propiciar
entendimientos, dejarnos envolver por esa sintonía armoniosa
entre ascendientes y descendientes, para poder restablecer
un clima de sosiego mayor del que conocieron nuestros
antepasados. Este es el verdadero progreso que queda por
llegar.
Ciertamente, no podemos dejarnos tranquilizar por estos
poderes mundanos, tan injustos como escandalosos en la
mayoría de las veces, es necesario proceder a testimoniar
otros mensajes más reconciliadores con la propia especie
humana. Por eso, siempre es bueno que se reanuden
conversaciones, aunque sólo sea para poner fin a acciones
unilaterales que erosionan la convivencia. Las detenciones
arbitrarias, que por cierto cada día se producen con más
descaro por todo el planeta, han de poner fin en un mundo de
ciudadanos libres. Cada persona tiene derecho a tener voz y
a ser oída. Al respecto, resulta bochornoso que diversas
autoridades internacionales de máxima solvencia, vengan
reiterando desde hace un tiempo la llamada a las autoridades
venezolanas para que pongan en libertad a todos los
recluidos por el simple hecho de ejercer el derecho a la
libertad de expresión. Convendría recordar a todos los
pueblos, pues, que el progreso es la superación de todas las
dependencias, es avance hacia esa autonomía que todos nos
merecemos por cuestión de dignidad. Jamás trunquemos las
alas del pensamiento a un semejante nuestro. Sería como
cerrarnos caminos.
Cuando el ser humano piensa únicamente en sus propios
intereses, cuando se deja fascinar por los ídolos del
dominio y del poder, resta independencia, y en lugar de
abrirse la puerta a la esperanza, se abre la puerta a la
violencia. Sin duda, en cada agresión hacemos renacer lo
peor de nosotros y es como una vuelta a nuestro estado
salvaje, del que debemos salir más pronto que tarde. A
propósito, un nuevo informe regional de Naciones Unidas
presentado recientemente en Bruselas, muestra las grandes
barreras que afrontan los menores en la búsqueda de
soluciones para hacer justicia por los abusos y
discriminación que padecen. Desde luego, una sociedad que no
logra hacer justicia, auxiliar a los que sufren,
difícilmente se humaniza. De ahí lo importante que es
reprender a los subversivos, reanimar a los temerosos,
incluir a los excluidos, sustentar a los frágiles, instruir
a los mezquinos, avivar a los débiles, moderar a los
ambiciosos, estimular a los perezosos, reprobar a los malos,
liberar a los oprimidos, esperanzar a los pobres; y, a pesar
de los pesares, amarlos a todos. No perdamos la esperanza.
El final del ser humano no puede ser perverso a poco que
cultivemos el amor, aunque no sea a jornada completa, pero
si lo conjugamos con el amar para todos los tiempos y
edades, seguro que encontramos algo prodigioso.
En consecuencia, lo que nos hace progresar, puede que esté
en no esquivar sufrimiento alguno, sino en la capacidad de
aceptar los sinsabores, en madurar con ellos, para
reencontrarnos con nuestras propias raíces humanitarias.
Quizás nuestra grandeza esté anclada esencialmente por su
relación con el sufrimiento y con el que sufre. Sin obviar
de que todos tenemos una estrella, que antes o después nos
engrandece. O sea que nos asciende. A lo mejor hemos vencido
al propio mundo nuestro sin apenas darnos cuenta, ese que
pensábamos instaurar como perfecto y que ahora, como ayer y
acaso mañana, se tambalea. Seguramente para regresar al
universo de la poesía, con el que personalmente sueño a
diario, tengamos que ser más conciencia que cuerpo, más
hálito que endiosamiento, más comunión que desunión, más de
los demás que de nosotros mismos en definitiva.
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