Hoy más que nunca el ser humano
tiene necesidad de adentrarse en si mismo, de hallarse con
la verdad, de conocerse y de reconocer su verdadera
historia. Nuestra cultura actual ha perdido la percepción
por el espíritu. Cohabitan demasiados vacíos entre nosotros.
En ocasiones, el rencor nos impide debatir y comprometernos
unidos. Bravo por aquellas instituciones que se dejan la
vida por aproximarnos. Personalmente, lo agradezco de
corazón. A propósito, Naciones Unidas, en su tiempo y ante
la dificilísima tarea de promover el recuerdo y la
reconciliación, declaró las fechas ocho y nueve de mayo, en
virtud de la celebración del sexagésimo aniversario del fin
de la segunda guerra mundial, conflicto que causó una
aflicción indecible a la humanidad, tal y como figura en la
propia Resolución aprobada por la Asamblea General el 22 de
noviembre de 2004, al menos como un momento para la
reflexión.
Reflexionar, y tomar las pausas necesarias ante los
acontecimientos, siempre ha sido un acto de buen hacer,
máxime para desenredar los nudos que la propia vida
conlleva. Ciertamente, tenemos el deber de contribuir a
mejorar la convivencia y a no rendirnos. Tampoco debemos
permitir que las victimas de tantas atrocidades que nos
circundan sean sólo una mera estadística. Esta es la luz que
debemos avivar, la de recuperar nuestras propias esperanzas,
precisamente por la crisis de valores en que nos
encontramos. Nosotros, cada uno de nosotros, valemos lo
máximo. De ahí, lo importante que es salir al encuentro de
los excluidos, de los olvidados, y de aquellos que
necesitan, no sólo comprensión, también consuelo y ayuda. La
defensa de los derechos humanos tiene que ser una prioridad
para todos los gobiernos del mundo. Lamentablemente, son
muchas las personas a las que no se les presta atención
alguna.
Por otra parte, vivimos tiempos, propicios para la amenaza
permanente. El horror es una crónica diaria por todo el
planeta. Por consiguiente, hemos de animarnos a poner empeño
en los acontecimientos históricos, como éste que permitieron
crear las Naciones Unidas para reservar a las generaciones
venideras del flagelo de la guerra. Todas las controversias
han de resolverse por medios pacíficos. Tenemos que hacer
posible que así sea. A mi juicio, el papel de las Naciones
Unidas es fundamental para restablecer el hermanamiento
entre culturas y superar los dolorosos recuerdos del pasado.
Con las guerras todo se destruye. Por eso, cualquier motivo
es bueno para infundir en toda la ciudadanía un espíritu de
concordia, transformando nuestros afanes bélicos en
instrumentos de alianza, nuestros recelos en confianza y
nuestras intranquilidades en compasión. Además, para
desgracia de todos, algunos ciudadanos se les viene
adoctrinando para la lucha, hasta el punto que rechazan
cualquier destello armónico.
Su visión del mundo es catastrofista, y se consideran a sí
mismos mensajeros del fin del mundo. Para ellos, la paz no
es posible. Son sembradores del terror y ese es su horizonte
y su camino. Pues yo digo que sí es posible la paz, sólo hay
que tener voluntad de lograrla. Naciones Unidas puede mirar
hacia atrás y sentirse orgullosa de sus logros. Cada vez que
un ser humano siembra una simple sonrisa o trabaja por la
justicia, se encuentra con la paz. La paz también se halla
en nuestro propio interior, y sobre todo, cuando nos ponemos
incondicionalmente al servicio de los demás. Ahora bien,
tampoco habrá paz en la tierra mientras perduren las
opresiones, las injusticias, las desigualdades, y los
desequilibrios económicos entre la ciudadanía. Sabemos que
hay muchos contratiempos, pero cuando se siembra la semilla
de la auténtica dignidad para todos, es indudable que
estamos en el camino. Al fin, más que hablar de paz, uno ha
de creer en ese espíritu y trabajar por conseguirlo. Todo en
esta vida requiere esfuerzo, la paz también. Sin duda, es un
buen propósito, que coincidiendo con el setenta aniversario
del fin de la Segunda Guerra Mundial, renovemos nuestro
compromiso de acción solidaria y de dedicación a los valores
humanos. Algo es todo.
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