Nadie me negará que vivimos con la
falsedad en cada esquina, como si fuésemos descendientes de
la mentira, y en lugar de ser hijos de la luz, parece que
somos hijos de las tinieblas. La mundanidad nos acorrala,
pues nos hemos abandonado al relativismo y al escepticismo,
y nada es lo que parece. Ciertamente, cada día nos cuesta
entender más algunas actitudes de nuestros propios líderes y
no acabamos de comprender sus hipocresías. En ocasiones,
andamos tan perdidos que nos cuesta discernir lo auténtico
de lo simulado. Por eso, tenemos la ética obligación, como
especie pensante, de interrogarnos en la autenticidad de lo
que aspiramos a ser. En este sentido el cardenal J. H.
Newman, gran defensor de los derechos del discernimiento,
afirmaba con entusiasmo, que la conciencia tiene unos
derechos porque también tiene unos deberes. Indudablemente,
el bien jurídico protegido ha de ser siempre la persona
humana, el bien humano, el que hoy tan en duda prevalece.
A todos nos conviene reflexionar. Más allá de las palabras
se precisa, con urgencia, ejercicios de honestidad. Es
fundamental invertir en la ciudadanía, no para entregarles
limosnas, sino para avivar el deseo de hallarse. De ahí la
importancia de que la igualdad de oportunidades cohabite en
todos los países, sobre todo a la hora de mejorar la
educación desde edades muy tempranas. Indudablemente, la
enseñanza es clave para avanzar y promover la conciencia
crítica, sustentada en el derecho a la verdad como licito
compromiso tanto individual como colectivo, pues hasta el
mismo estado de derecho precisa de personas formadas.
Además, hemos de acrecentar las comisiones internacionales
de investigación y las misiones de constatación de los
hechos, así como las comisiones para la reconciliación,
antes de que nos amortaje este clima de desengaños. Sea como
fuere, tenemos una necesidad inherente a saber la verdad de
todo cuanto acontece. Sólo así podremos retornar a la
realidad del vocablo exacto, que es nuestra propia historia
de vida.
No se puede silenciar lo que nos afecta a la humanidad en su
conjunto. Todo lo contrario, hemos venido para compartir
ideas y conocimientos, para conjugar sueños y realidades a
través de la poética de la dicción, para crecer en el
irrepetible verbo de cohabitar unidos. Precisamente, durante
este mes de abril y coincidiendo con el Día mundial del
libro y del derecho de autor (día 23), cuando los libros
salen por las plazas del mundo para reencontrarse con los
lectores, se me ocurre escribir este artículo de retornos a
la creatividad y de regresos a la inspiración del
entendimiento entre culturas diversas. La historia del
libro, como la historia de los lenguajes, se hace festiva y
se alumbran actividades culturales por doquier rincón del
planeta. Esta es la mejor noticia. Sin duda, necesitamos
digerir todos los abecedarios e injertarnos de sabiduría
para no ser engañados por una aparente verdad que nos venden
en cualquier plaza del mundo. Abramos los oídos y los ojos a
esta multiculturalidad.
Las palabras son muchas y variadas, pero la verdad es única
y ninguna civilización puede llegar a extinguirla. Entre
tinieblas también resplandece la certeza. La ciudadanía, por
tanto, a la hora de demandar una mayor igualdad, ha de
comprometerse con la dignidad del ser humano, puesto que
somos algo más que un mero material biológico. Nuestros
actos no pueden desconocer esa verdad que nos dignifica como
seres humanos. Hoy, por desgracia, no triunfa la verdadera
palabra; la fuerza del poder económico es la que nos maneja
a su antojo. Tampoco se reconoce la trascendencia de ese
espíritu creativo que todos llevamos consigo. Preferimos no
ser libres, pero tener dominio, potestad, mando,
superioridad. Nos han despojado de la referencia moral, de
la verdad última, y entonces las convicciones humanas se han
vuelto simplistas, sin fondo, sin belleza para
entusiasmarnos.
Por desgracia, vivimos en la apariencia y no en la verdad
interior, en esa veracidad que emana del auténtico verbo
conjugado en todos los tiempos y para todas las edades y
entornos. Para desdicha nuestra, tenemos que reconocer que,
en lugar de ser personas de palabra, nos hemos convertido en
seres de rapiña. Esta es la cuestión. Cuando la verdad no
es, realmente nadie respeta a nadie, y todo es confusión e
incertidumbre. Las puñaladas sociales se convierten en un
diario, obstaculizando el desarrollo y violando los derechos
humanos, mientras el pasotismo lo justifica todo y la
indiferencia nos gobierna.
En todo el mundo, el pernicioso paisaje de la farsa ha
tomado posiciones ventajosas. Nos mentiríamos a nosotros
mismos si dijésemos lo inverso. La falta de coherencia,
entre lo que se predica y lo que se hace, está devastando
personas, comunidades y naciones. Quizás a lo mejor no
tenemos que decir tantas cosas. Puede que sea más saludable
menos propagandas y más retornos a uno mismo, a la palabra
interior, al silencio del corazón y a la soledad del alma.
Estoy convencido que ahí radica la voz de la verdad. Por
consiguiente, a mi juicio de valor, hemos de huir de esos
predicadores que difaman, que se mueven por el camino del
embuste. No aspiran a otra cosa más que a meternos por los
ojos sus propuestas perversas para desgastarnos como
familia. Únicamente cuando hayamos llegado a la evidencia
del guión que brota de nuestro espíritu, y que debe
cultivarse con nuestra práctica en la vida, sólo entonces
hallaremos la paz y el gozo que tanto vociferamos. Con gran
tristeza vemos, a menudo, serpentear audazmente el disfraz
que todo lo envenena de vicio, ridiculizando las bondades y
burlando las virtudes. Es hora de decir basta, y en lugar de
dinero o fama, pedir que no se oculte la verdad aunque nos
duela.
Lo más horrendo es vivir en la mentira, en la necedad de la
ficción, en la estupidez de tantas contiendas inútiles.
Naturalmente a la verdad se llega por muchos caminos, tantos
como lenguajes y culturas; unos lo hacen a través del arte,
otros a través de la ciencia, en definitiva mediante la
búsqueda. De este modo la razón del conocimiento de la
verdad se coloca en el centro de la indagación. Quien camina
comprende que el camino es experiencia de verdad más allá de
las palabras. Al fin y al cabo, sólo se inventa la mentira.
Por ende, si la conciencia es el volumen más auténtico que
llevamos consigo, pensemos que la palabra es lo más bello
que se ha creado, y como tal ha de ser nuestro salvavidas.
Por eso, podríamos ahorrarnos algunas expresiones, como la
palabra progreso mientras haya pobres que no tienen pan que
llevarse a los labios. Sin embargo, sí que tienen sentido
los mensajes cuando nos obligan, cuando son el espejo de la
acción. Bienvenidas sean estas misiones.
En virtud de la palabra, pues, superémonos. Nada hay
imposible para una voluntad recia, sabiendo que la verdad no
está de parte de quién grite más, sino de quién ame más el
verbo y lo vuelva verso. Yo mismo llegué a la poesía por los
silabarios del silencio. Ahora comprendo lo importante que
es conservar los ojos de niño para seguir viviendo en el
poema. Desde luego, la más sublime verdad no se sueña,
coexiste en cualquier expresión de belleza. Dicho queda.
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