Entre todos hemos construido
tantas dictaduras que precisamos, con urgencia, construir
puentes de entendimiento, puesto que está en peligro la
convivencia entre culturas diversas. El ser humano se ha
empobrecido interiormente, cuestión que afecta sobre todo a
los países considerados más ricos, y camina a la deriva de
unos intereses mundanos que desesperan a cualquiera. Tenemos
que salir de esa miseria y ver la manera de intensificar el
diálogo como genuino hermanamiento. En esta tarea es
fundamental el papel de los líderes, de las creencias, de
los activistas de la cultura, no sólo para hacernos ver más
allá de nuestras torpezas, sino también para construir lazos
verdaderos de amistad, de modo que cada uno pueda hallar en
el otro a un ser dispuesto a tender una mano por su
semejante.
Estoy convencido de que el primer deber humano es ayudarse
unos a otros; y, de este modo, ayudándonos, injertaremos el
bien en nuestras vidas. Las cosas que salen del corazón son
así, no tienen explicación, pero nos hacen felices.
Obviamente, en la felicidad de los demás, hallamos nuestros
propios gozos. Para ello, tenemos que ser más compasivos. Si
en verdad fuésemos más espirituales, conoceríamos mejor
nuestras habitaciones interiores y tendríamos más clemencia
con nuestro propio linaje. Lo decía Albert Camus: “¡Quién
necesita piedad, sino aquellos que no tienen compasión de
nadie!”. Efectivamente, hemos de retornar al amor, y,
consecuentemente, por amor todo se perdona, y además todo se
salva.
Sí para los creyentes, la cruz de Jesús es la palabra con la
que el Creador ha respondido al mal del mundo; también para
los que no tengan creencia alguna, la verdadera generosidad
interior es un deber que obliga a querernos y a encontrar
una respuesta de unidad que, al fin y al cabo, es razón de
subsistencia. Necesitamos sostenernos unos a otros,
resplandecer como especie, respetarnos y reconciliarnos,
sabiendo que un gesto puede herir más profundamente que una
espada, o puede curar mejor que cualquier medicina. No tiene
sentido encerrarnos en nosotros mismos, en nuestra propia
amargura de fracasos, hemos de salir al encuentro con más
amor que armas, con más comprensión que intransigencia, con
más coraje que miedo.
Evidentemente a la placidez se llega por la senda de la
humildad y de la entrega de sí. Dejémonos que la fuerza del
amor transforme nuestras vidas, y así encontraremos el
camino de la concordia. ¡Cuánta sangre derramada se produce
a diario por el mundo!. Para que cesen los conflictos
sangrientos sólo hace falta comprometerse, cada uno consigo
mismo, para que madure un renovado espíritu de
apaciguamiento. Para Gandhi, “no hay camino para la paz, la
paz es el camino”, y , ciertamente, ese clima armónico
comienza con algo tan fácil como verter una sonrisa, dar un
abrazo, o simplemente con trenzar un lenguaje que consuele.
El deber de auxilio, pues, en un mundo herido por el egoísmo
que amenaza la vida humana, es tan preciso como urgente. A
diario nos desgarran hechos violentos que nos dejan sin
palabras. También la misma explotación perversa de los
recursos naturales nos desborda. ¡Cuánto sembrador de
dolor!. Por desgracia, este desorden, que tantas veces
contradice hasta el mismo orden del universo, ha hecho de la
sociedad, una manada de irresponsables, que en vez de
sentirse estimulados por activar el bien de los demás,
únicamente impulsa un progreso inhumano, nada respetuoso con
el derecho a la existencia y a un decoroso nivel de vida.
Naturalmente, una sociedad bien ordenada y fecunda
humanamente requiere de gobiernos que cultiven los valores
humanos a través de las instituciones, dignificando a todo
ciudadano provenga de donde provenga. Al respecto, Naciones
Unidas apuesta por este año 2015, advirtiendo que es “una
oportunidad histórica y sin precedentes para unir a los
países con las personas del planeta, para decidir y
emprender nuevas vías hacia el futuro, y así mejorar la vida
de las personas en todo el orbe. Estas decisiones
determinarán el curso de las medidas destinadas a erradicar
la pobreza, promover la prosperidad y el bienestar para
todos, proteger el medio ambiente y hacer frente al cambio
climático a nivel mundial”. Confiemos en que así sea,
desterrando de nosotros el miedo, la avaricia, la envidia,
el odio y el orgullo.
Quizás el deber más olvidado que tengamos en nuestras
agendas del alma sea, precisamente, el deber de asistencia,
de servicio permanente hacia todo ser humano. A veces
esperamos mucho de los demás, pero nosotros apenas hacemos
nada por ellos. En este sentido, afirmaba Concepción Arenal,
que “no es tan culpable el que desconoce un deber como el
que lo acepta y lo pisa”. La falta de coherencia está a la
orden del día. Sabemos que es deber aquello que exigimos a
los demás, sin embargo olvidamos en ocasiones nuestro grado
de exigencia. Pero, ¿por qué esta indiferencia en una
generación del pensamiento? Realmente cuesta entender que
prosigamos en nuestra fría altanería, y que no estemos
abiertos al autentico vocablo de hermano. Seguimos sumidos
en nuestro narcisismo. Me importo yo, solamente yo y los
míos, y poco más. Exactamente todo lo contrario a esa
actitud de gratuidad que nos debemos unos a otros. Parece
como si tuviéramos narcotizado el corazón y nada nos
afectara. Nos hemos acostumbrado a tantas situaciones de
degradación humana que resulta complicado reaccionar ante la
realidad de este mal de la dejadez que siempre nos desafía.
Por eso, pienso que hay que romper el vinculo con esas
personas que se han adueñado de nuestra propia vida como si
fuese suya, para utilizarla según su interés, sus
ideologías, a su antojo y servicio. Indudablemente, ante
esta desastrosa situación la reeducación se impone. Menos
contenidos, más obras, que aviven los valores de la
ciudadanía. El momento que vivimos, un período histórico muy
particular, exige una actitud fraterna entre los seres
humanos. Los avances técnicos nos han ofrecido posibilidades
inauditas de interacción entre los moradores. Ahora bien, la
globalización de estas relaciones sólo será positiva y hará
crecer el mundo en humanidad si se basa, no en el
materialismo, sino en la donación hacia nuestro semejante,
que es la única realidad capaz de colmar el corazón de cada
uno y de fraternización.
El individuo que se olvida de su estirpe se queda sin
historia y sin esperanza y es incapaz de amar a su análogo.
En consecuencia, entiendo que es vital priorizar al ser
humano, con lo que eso conlleva de crecimiento y maduración
de la humanidad. Por desdicha, todavía no hemos aprendido a
leer nuestra propia historia personal, a tomar conciencia de
lo que somos y de lo que podemos llegar a ser. Despojémonos
de hipocresías e interroguémonos: ¿Estoy verdaderamente
dispuesto a servir a la ciudadanía o pretendo vivir de la
ciudadanía?. El primero de nuestros deberes, sin duda, es
poner en claro cuál es nuestro idea de servicio. En
cualquier caso, jamás eludamos nuestro compromiso de
respetar tanto los derechos de los demás, como el deber de
mantener los propios.
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