Por todos los rincones del planeta
llamea el terror. El odio germina en cualquier esquina para
desgracia del ser humano. El desprecio por toda vida humana
es tan evidente que cuesta asimilarlo. Hay una guerra
psicológica entre la misma especie. Parece como que la
naturaleza maligna gobernase el mundo. El miedo, la
incertidumbre y la desesperanza nos tienen aprisionados. El
corazón de muchos moradores ya no puede más. Multitud de
personas buscan con desvelo la armonía y no encuentran nada
más que tropiezos y divisiones. Todo parece estar
desestabilizado. Bajo este desolador panorama cuesta avivar
la concordia, globalizar la paz y extenderla como un
compromiso diario, valiente y auténtico para fomentar la
reconciliación, promover el intercambio de experiencias, la
construcción de puentes de diálogo, sirviendo a los más
vulnerables y los excluidos.
En una palabra, hay que huir de las contiendas y fomentar
una cultura de verbo, donde se conjugue la verdad con el
amor, la luz con la poesía, la reunión con la fraternidad.
Ninguna vida humana cohabita para ser despreciada. El fin de
los sembradores del miedo, no es tanto matar ciegamente, que
también, como el de lanzar un mensaje dominador hacia los
que considera sus enemigos. Ante esta realidad no podemos
permanecer inamovibles. Cualquier ser humano es el bien más
preciado, y nuestras sociedades han de entender que el
camino del terrorismo no ayuda, es fundamentalmente
criminal, y para nada respeta a ciudadano alguno. Su afán es
destructor. Además, pienso, que la violencia que busca una
justificación religiosa también merece la más enérgica
condena por parte de sus líderes religiosos. En todas las
religiones, el Creador, es el Dios de la vida y de la paz.
Nunca el de las guerras.
El mundo por principio natural se construye, no se destruye.
De ahí la importancia del imperio de la ley internacional en
la lucha contra las actuales amenazas que desechan vidas
humanas. A mi juicio, nuestra respuesta ha de basarse en el
respeto del Estado de derecho y en la solidaridad humana
como reacción. Resulta humillante ver como malviven algunos
individuos y el trato tan degradante que reciben, como si
fueran productos de desecho. Por otra parte, demasiado a
menudo nos despertamos con actos terroristas, que han de
desvincularse de religión, nacionalidad, civilización o
grupo étnico, puesto que lo único que persiguen es activar
la venganza, sembrar dolor y sufrimiento en todo el orbe.
Cuando una sociedad se encamina hacia el desprecio más
burlón, acaba por no encontrar la motivación y la energía
suficiente para plantarse. La acogida de todo ser humano es
fundamental para la vida social. Cada ciudadano, por si
mismo, se merece la consideración de todos. Por eso,
cualquier acto despreciativo con la persona jamás es
justificable. Sin duda, los tiempos actuales nos requieren
una mayor atención al ser humano ante tantas situaciones
horrendas, que nos enseñan los dientes. Si la esclavitud es
una materialidad introducida en el tejido social desde hace
tiempo, no menos lo es la siembra de terror que algunos
practican sin miramiento alguno. ¡No cerremos los ojos ante
todas estas fobias! Cualquier vida humana, habite donde
habite, tiene una dignidad que se debe respetar. Y,
precisamente como ser racional, tampoco debe ser oprimido y
mucho menos descartado socialmente.
Ha llegado el momento, pues, de hacer frente a las
condiciones que propician la propagación de desprecio a una
especie pensante, ya sea con ataques terroristas,
comerciando vidas humanas o no prestando auxilio a las
mismas. Hay que colocar a la ciudadanía en el centro de
nuestros desvelos. Nos hemos acostumbrado a despreciar vidas
y éste es el motivo principal de tantos desórdenes. Mal que
nos pese, tenemos que escuchar a todos los seres humanos si
en verdad queremos contribuir a la renovación y al renacer
de una nueva sociedad más fraternizada, lo que requiere una
cultura de honestidad que rechace toda forma de corrupción
y, de este modo, se fortalezca la capacidad institucional
del Estado y la defensa de los derechos humanos.
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