Hace un par de semanas, el BOE
publicaba el nuevo currículo escolar. Mucho se ha hablado
desde entonces de la asignatura de religión y de la
importancia que ésta vuelve a tener, sobre todo, en la
formación de los más pequeños.
A nadie se le escapa la influencia que, por desgracia,
continúa ejerciendo la Conferencia Episcopal en nuestro país
y, si bien es cierto que el del Partido Popular es, por
naturaleza, su gobierno ideal, no es menos verdad que nunca
se tocaron los privilegios de la Iglesia Católica cuando era
el PSOE el que habitaba la Moncloa. Partiendo de ahí, de la
realidad incuestionable de que nuestros gobiernos nunca han
dejado de postrarse ante las exigencias de los obispos, no
creo que entrar a criticar el disparatado y vergonzoso nuevo
currículo aporte demasiado al debate. Por el contrario, creo
que sería mucho más útil poner en cuestión algunas de las
bases que posibilitan que este tipo de cosas ocurran,
rebatir los dogmas y los mantras que otorgan validez ética
al hecho de que los intereses privados continúen
interfiriendo con absoluta normalidad en la esfera pública.
Uno de esos mantras, el principal a mi entender, es ese que
dice que “los padres tienen derecho a elegir la educación de
sus hijos”. En una democracia verdaderamente digna de
llamarse así, tal afirmación, aunque parezca extraño, no es
cierta. Antes que el supuesto derecho de los padres a elegir
la educación de su hijo debe estar, siguiendo al profesor
Fernández Liria, “el derecho del hijo a librarse de los
padres”. ¿Qué significa esto? Pues que un padre o una madre
no tiene derecho a condenar a su hijo a educarse preso de la
ideología de sus progenitores.
La escuela no es sólo el lugar en el que el niño aprende a
sumar y escribir. La escuela es un sitio de socialización,
un espacio en que el niño sale del ámbito familiar y conoce
otros puntos de vista, otras formas de pensar, otras razas,
otras religiones, otras clases sociales. En definitiva, un
lugar donde el niño “se libra de sus padres”. La escuela, en
una sociedad democrática, no puede ser una extensión de la
ideología, el dogmatismo o la convicción familiar, sino una
esfera “libre” de la influencia familiar. Si usted quiere
que su hijo sea un devoto fiel, un racista o que no se
relacione con niños y niñas de otra condición
socioeconómicaes problema suyo. En democracia, es la
sociedad democrática la que decide formar a los ciudadanos
en valores democráticos. La escuela debe estar al servicio
de la democracia, no al servicio de los padres. Este
razonamiento nos lleva a la siguiente cuestión: ¿puede ser
democrática la educación no pública, ya sea privada o
concertada? En mi opinión, no.
Si aceptamos que en un estado democrático las escuelas deben
estar al servicio de la democracia y que, por tanto, de
ningún modo deben ser un mecanismo mediante el que los
padres continúen ejerciendo su influencia sobre el hijo,
tanto la educación concertada como la privada constituyen un
impedimento, un obstáculo para la formación democrática de
ciudadanos. La concertada, per se, es una estafa, una forma
desvergonzada de destinar recursos públicos a intereses
privados.
Las escuelas concertadas son financiadas con el dinero de
los impuestos, pero eligen a su personal a dedo, por lo que
los maestros no tienen por qué ser los mejor preparados,
sino que, más bien, serán aquellos acordes a la ideología
del centro. Mientras que en un colegio público el maestro se
gana su plaza mediante oposición, pudiendo el docente ser de
izquierdas, de derechas, del Opus, homosexual, negro,
amarillo, o mediopensionista, no existe la garantía de que
la selección de maestros y maestras en la educación
concertada se rija por criterios académicos y no
ideológicos. Por otro lado, las escuelas concertadas, a
través de diversos mecanismos, no sólo seleccionan al
profesorado, sino que acaban seleccionando también a los
alumnos, lo que hace que, obviamente, acaben escogiendo a
los menos “problemáticos”, es decir, a aquellos provenientes
de familias de clase media o media-alta.
Es el mimo a la escuela concertada por parte de los
distintos gobiernos que se han turnado en nuestro país uno
de los motivos principales de la degradación del sistema
público. A la vez que los colegios concertados disfrutan,
con el dinero de todos, de alumnos a los que, por norma
general, resulta “fácil” enseñar, en la escuela pública
recaen todos los alumnos “difíciles” (inmigrantes que no
hablan la lengua, hijos de trabajadores humildes sin
formación ni conocimientos para ayudar a su hijo en casa,
niños provenientes de barrios marginales donde gobierna el
narcotráfico, etc.) a la vez que se ejercen recortes, se
restan maestros y se eleva la ratio de las aulas. Con este
panorama, es normal que muchos padres progresistas,
contradiciendo sus valores y pensando en la formación de sus
hijos, acaben optando por la educación concertada,
convirtiéndose así las escuelas públicas en “guetos” a los
que sólo acuden aquellos “no aceptables” para las
concertadas.
Sobre la educación privada apenas hay nada que decir.
Mediante pago, a los padres se les permite escapar de los
cauces democráticos de la sociedad. No se puede llamar
democrática a una educación que excluye a todo aquel que no
tiene dinero para pagársela. El niño que es educado en un
colegio privado nunca compartirá pupitre con el hijo de un
obrero, de un trabajador precario o de un parado. Crecerá
sin conocer el mundo real.
La única educación democrática es aquella en la que la
ideología, la raza, el credo y la situación socioeconómica
de profesores, padres de alumnos y alumnos no puedan ejercer
jamás ningún papel condicionante y en la que el hijo del
ministro comparta espacio con el hijo del subsahariano. La
única educación democrática es, por tanto, aquella en la que
los padres, al contrario de lo que tanto se dice hoy día, no
tengan “derecho” a elegir.
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