En un mundo en el cual tantas
veces se relacionan historias de amor que no son tales, que
se cultiva la venganza hasta extremos insospechados, que se
practica el odio y la violencia más que la reconciliación y
la armonía, realmente cuesta divisar la autenticidad de ese
amor que mueve todo el universo. Los mismos asesores
especiales de Naciones Unidas sobre la prevención del
genocidio y la responsabilidad de protegernos, recientemente
llamaban a todos los individuos con influencia, incluidos
los líderes políticos y religiosos, a abstenerse de exhortar
a la violencia como respuesta a las atrocidades cometidas
por grupos terroristas. Con urgencia hemos de retornar al
verídico amor; es una cuestión fundamental para la
convivencia y para la vida misma en sí. Para ello, pienso
que debemos comenzar por interrogarnos a nosotros mismos,
sobre lo qué somos y sobre aquello que queremos ser. Muchas
personas hoy tienen miedo a hacer opciones definitivas, a
donarse al amor y también a verse crecer en el amor, junto a
los demás. Por desgracia, nos invade la cultura de lo
efímero, de lo momentáneo e inestable, obviando que el
verdadero gozo radica en esa transcendencia conciliadora y
reconciliadora de poder caminar unidos.
Nada se entiende sin amor, pero ha de ser verdadero. Tampoco
nada se sustenta sin amor, pero ha de ser auténtico.
Ciertamente, resulta difícil dejarse cautivar por él en un
mundo de intereses. Sea como fuere, a todas luces, vivimos
en un mundo de contradicciones. Hoy, prácticamente en todos
los países celebramos la onomástica del amor en San Valentín
(14 de febrero). Sin embargo, el estado de confusión es tan
grande, que ubicamos el amor como un sentimiento tan solo,
cuando en realidad es una actitud de vida, que nace de la
experiencia de vivir. Al fin y al cabo, uno crece según el
amor que se dona asimismo y que ofrece por doquier. Por
consiguiente, quien intenta desentenderse de su capacidad de
amar se dispone a odiarse de igual forma. Uno ha de
reencontrarse, del mismo modo en el amor, para poder ser
feliz. Se equivocan aquellos que tienen el corazón
endurecido, que no han probado el genuino amor en sus vidas.
Es más un amor de obras que de palabras, de sentirse
acompañado, incluso por quienes nos odian. Evidentemente, la
grandeza de la humanidad está determinada por esa capacidad
de sentirse próximo con el prójimo que sufre. Si somos
incapaces de socorrer a los que soportan el dolor de las
injusticias, de tener compasión por ellos, hasta el punto de
no ayudarles a sobrellevar el sufrimiento, tiene bien poco
sentido hablar del amor.
Hay tanto amor que no es, que el efectivo amor es cada día
más escaso. Nos hemos alejado del amor, y nos hemos imbuido
de un amor que todo lo confunde e imagina, que no se mueve
en otro horizonte nada más que en el de los beneficios. La
persona que en verdad ama está pendiente de todo y de todos,
su ritual forma de ser está más en dar que en recibir, en
hacer lo posible por perdonar y comprender. Lo decía Gandhi:
“el amor jamás reclama; da siempre. El amor tolera, jamás se
irrita, nunca se venga”. Y, ciertamente, servir por amor a
la verdad y a la justicia, convertirse en una persona que
ama realmente, es una acto de mucho valor, pero también de
grandes esperanzas. Son las pruebas de amor las que inspiran
las más honestas hazañas. Donde reina el amor sobran tantas
cosas, hasta las mismas legislaciones y también cualquier
conmemoración. Día a día hemos de amar sin medida, y ha de
costarnos amar. Porque el verídico amor no se encuentra
hecho, tampoco se compra con una rosa, hay que realizarlo
cada uno consigo mismo, trabajarlo a destajo, beberlo a
corazón abierto y convidar a los semejantes, no para que se
entretengan, sino para que se sumen a esta pasión que, por
otra parte, tampoco se puede ocultar, pero que imprime el
regocijo de vivir con fundamento.
San Valentín, allá por el siglo III, vio que era injusto que
el emperador Claudio II, decidiera prohibir la celebración
de matrimonios, porque en su opinión los solteros sin
familia eran mejores soldados, y no dudo en desafiarlo,
celebrando en secreto uniones de jóvenes verdaderamente
enamorados. En este sentido, pienso que la sociedad de hoy
da muchas facilidades para reunirse, para hacer el amor con
cualquiera, pero pocas para efectivamente encandilarnos de
la persona. Enamorarse no es un mero guión de una telenovela
más que nos injertamos en vena, es todo lo contrario, un
camino a seguir para afrontar los desafíos que la vida nos
presenta y ser capaces de reconocer e interpretar las
necesidades, las preocupaciones y los anhelos que anidan en
el mismo corazón de cada ser humano. Éste es el camino que
ha de recorrer toda persona que opte por amar, y dejarse
amar, por abrir el corazón a su amor y permitir que sea el
amor, y sólo el amor, el que guíe la vida. Quien no se
enamora de su propia existencia, quien no tiene plena
conciencia de que uno también es querido, que uno también
infunde pasión y ternura, apenas vibrará con el verbo, será
pobre de espíritu, andará sediento y perdido, sin poder
remar ni interiormente. ¿Habrá desolación mayor? Advierto
que las tristezas del corazón matan mucho más rápido que
cualquier bacteria o virus, porque hasta el mismo entusiasmo
se pierde.
En consecuencia, apremia querer, pero aún más querernos, en
un mundano planeta donde tantas veces destruimos el deseo de
la exactitud, de la búsqueda, y la disponibilidad para el
amor. No entiendo cómo seres humanos se pisotean ellos
mismos el amor. Algo terrible. Sin palabras. Las personas
tienen que entenderse. No puede haber divisiones. Las
naciones, como los ciudadanos, no han de tener miedo de
vincularse entre sí. Somos hijos del amor, pero de un amor
muy diferente al que se vive y se predica actualmente. El
reto, como en su tiempo hizo San Valentín, pasa por
restaurar la fidelidad, otro valor en crisis. Ahora nos
instan a buscar siempre el cambio, la novedad más absurda y
esclava, soslayando hasta las propias raíces de nuestros
progenitores. Soy de los que pienso, que únicamente aquel
que cohabita con un alma noble es servido con franqueza, y
es cuando puede hermanarse a su semejante. ¿Cuántas personas
no son leales ni a sí mismos? Nuestra obligación de
sobrevivir en el amor, no es tan solo para nosotros, sino
también para el especie, para este hábitat y para este
cosmos en el cual nos bañamos. La fuerza de una especie,
como la fuerza del mar, se funda en su mutua nobleza de
oleaje y en su misma correlación de latidos, para todos los
tiempos y todas edades. Claramente, amar es hallar en la
belleza del otro tu propia belleza. Sólo así se puede uno
embellecer mutuamente. Por tanto; capacítese para el amor,
ame más el diario amor, y quiérase hasta la extenuación.
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