El pasado sábado 31 de enero tuvo
lugar en la Puerta del Sol de Madrid un acontecimiento
histórico. Alrededor de 200.000 personas (por poner un
número medio entre los datos de la policía y los convocantes)
se reunieron, no para protestar ni pedir nada, sino para
decirle al Gobierno que su tiempo se acaba y que nos hemos
cansado de llorar y patalear. Queremos sonreír.
Sonrisas. Eso es lo que se veía en todas y cada una de las
caras que acudieron para apoyar a Podemos en su “Marcha por
el cambio”. Sonrisas en los mayores, sonrisas en los
jóvenes, en los niños, en los hombres y en las mujeres.
Nuevos vientos, la plasmación de un cambio cultural y
sociopolítico irreversible.
Ha quedado claro que 2015 es el año del cambio. Jean- Luc
Melénchon, eurodiputado por el Partido de Izquierda de
Francia, lo decía hace unos días tras la victoria de Syriza:
“Grecia es un evento histórico y todos saben ahora que el
siguiente es España”. Sí, se puede, pero no va a ser fácil.
Por cada sonrisa, nuevas muestras de odio son expresadas con
intensidad, con rabia y con babas. Los que quieren que todo
siga igual, cómodos en sus posiciones, insultan, difaman,
agreden y acosan. Lo vemos en televisión y en la prensa.
Vemos a “periodistas” llamando por teléfono a intelectuales
septuagenarios para preguntarles si recuerdan haber
coincidido en algún seminario, curso o conferencia con
alguna de las caras visibles de Podemos. El “No lo recuerdo,
pero es posible que sí” de un hombre mayor será,
automáticamente, la confirmación de que los líderes de la
formación morada mienten en sus currículums. Por mucho que
los desmentidos oficiales de las universidades, los
sobresalientes, los cum laude y los reconocimientos
académicos demuestren lo contrario. Periodistas dedicados a
buscar en la basura por si encuentran alguna estupidez.
Tristeza honda por el periodismo de verdad. Tristeza honda
por mis amigos y amigas periodistas que se levantan cada
mañana para mantenernos informados mientras ven como su
profesión se ve salpicada por la labor mercenaria de
personas sin dignidad ni sentido de la profesionalidad.
Odio. Un odio que también se nota en las redes sociales,
ameno escenario de debate, pero también refugio eterno de
cobardes y profesionales del escarnio. Quien esto escribe
asistió atónito al siguiente comentario en Facebook sobre la
manifestación del sábado: “No entiendo que haya tanto hijo
de puta que esté a favor de destruir España. Perdón,
sustituyo hijos de puta por etarras bolivarianos”. Cuando lo
leí y constaté que, además, colgaba también información
falsa ya desmentida, le afeé su actitud, de manera educada,
a la autora de tan desagradables y difamatorias palabras.
¿Su repuesta? Insultarme a mí. Yo -además de encontrarme
también, supongo, entre los hijos de puta y los etarras
bolivarianos- era un “impresentable” y un “payaso”. Tuvimos
un debate por todo lo bajo. Por supuesto, perdí.
La acritud y la infamia no van a conseguir que lo que se fue
forjando durante décadas, vio su explosión popular en mayo
de 2011 y ha sido traducido de manera electoral a través de
un proyecto ideado por un grupo de profesores procedentes de
la izquierda académica en los últimos meses, a través de una
idea por la que nadie daba un euro y que ha logrado
condicionar las agendas y los discursos de los partidos y
medios del régimen, sea frenado. El 31-E significa hartazgo
de lo existente, pero sobre todo, ilusión y esperanza por lo
que viene, ganas de lucha, ganas de soberanía, de patria en
su verdadero significado. Significa, como dice Juan Carlos
Monedero, “anhelo de mar”. Melènchon tiene razón. Grecia ha
empezado el camino. Y este año nos toca a nosotros.
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