Todas las miradas puestas sobre Mario Draghi y el nuevo
escenario que se nos presenta tras la aprobación, por el
Consejo de Gobierno del BCE, del programa de compras masivas
de deudas públicas. La economía de la zona euro está a punto
de estrellarse por tercera vez contra la recesión; los
precios se asoman peligrosamente a zona de deflación; la tan
cacareada y deseada recuperación económica no se consolida;
la confianza de los consumidores sigue sin despegar y el
crédito sin fluir. Ante esto, son varios los motivos de peso
los que han dado lugar a la toma de una decisión tan
transcendental, a la vez de esperada, y se nos vende como
medida aportadora del mayor de los estímulos económicos que
necesita la UE desde el comienzo de la crisis.
Animar a la banca a que preste, a las empresas a que
inviertan, a los consumidores a que consuman y evitar una
entrada de la eurozona en deflación. Esos son los objetivos
que busca Draghi con el programa de compra de deuda
soberana. Aún así estas medidas, desde mi puesto de vista,
tienen sus defectos. No fomentarán el ahorro doméstico, y
los pequeños ahorradores no sabrán qué hacer con el dinero.
Lo invertirán en productos con riesgo (¿las preferentes?).
El negocio del circulante para los bancos, una vez más los
beneficiados. Y los préstamos no fluirán realmente como se
espera, aunque sean a bajo interés. Con la bajada del euro
favorecemos las exportaciones, pero encarecemos las
importaciones de artículos como el petróleo.
Pero no voy a negar que estas medidas sean necesarias muy a
pesar de sus defectos. Eso sí, reconocer que no andaba muy
equivocada cuando me afanaba en discutir, por supuesto
respetando las opiniones que me eran contrarias, que tantas
medidas de austeridad no iban a sacarnos de ese pozo en el
que la crisis nos había metido. Que las medidas que se
tomaron para atajar la crisis no provocaron la necesaria
inversión, que esas actuaciones no llegaron a la economía
real, a las pymes, familias, autónomos, en forma de crédito
y facilidad de financiación. Una España inundada de
desempleados, desahuciados, políticos corruptos y todo un
conflicto de valores que aflora justo en momentos de vacas
flacas, no tenía la respuesta en la austeridad ni en la
subida de impuestos ni en los recortes continuos en todos
los ámbitos de nuestra sociedad del bienestar, sino más bien
por sacar dinero y ponerlo en movimiento. Se hacía necesaria
la inyección y circulación de capitales.
Es inexcusable que el crédito vuelva a crecer en términos
agregados, necesitamos reducir más nuestro endeudamiento y
liberalizar la economía para que emerjan oportunidades de
inversión, nuevos proyectos empresariales atractivos que
induzcan al emprendimiento. Un ejemplo claro es que apenas
el 4% de la población en España es emprendedora, frente al
8% de EE UU, y España es uno de los países del mundo donde
es más difícil poner en marcha una empresa.
La realidad palmaria que nos encontramos, se quiera o no se
quiera ver, es que la economía de mercado y la libre
iniciativa son claves de la prosperidad y de la creación de
empleo. El gasto público ha de estar sometido a un riguroso
control para impedir un endeudamiento que hipoteque a las
futuras generaciones. La fiscalidad ha de ser una
herramienta de dinamización de la economía y no ha de
alcanzar nunca niveles confiscatorios que inhiban el ahorro
y la inversión. El fomento de la cultura emprendedora es
indispensable en el crecimiento y el progreso. El motor de
creación de ocupación son las empresas y los empresarios.
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