Leyendo las diferentes columnas de los periódicos y
escuchando las opiniones de los tertulianos de radio y/o
televisión, después de la matanza de París, uno tiene la
impresión de haberlas leído y escuchado ya con anterioridad.
Y, en efecto, cuando los atentados de EEUU, el 11 de
septiembre de 2001, el de Madrid, el 11 marzo de 2004, el de
Londres, el 7 de julio de 2005 y el de Bruselas, el 24 de
mayo de 2014, ya se escribieron columnas en las que se
afirmaban contundentemente que aquellos actos de terror eran
ataques contra nuestras libertades. Asimismo, se escribió y
se dijo que eran actos de barbarie y de fanatismo. También
se trajo a colación la manoseada tolerancia. ¿Con los
bárbaros? En fin, que aquellos actos de terrorismo eran un
atentado directo contra el corazón de nuestras libertades,
nuestra forma de vivir y contra la democracia. Y que estas
matanzas lo único que consiguen es causar mucho dolor y
tristeza en las sociedades europeas, y, de rebote, ponen en
el punto de mira del rechazo a las poblaciones musulmanas
radicadas en Europa. Exactamente se ha vuelto a escribir y a
decir lo mismo después de la masacre de Charlie Hebdo. Todo
ya suena a dicho, suena a viejo, suena a excusa. ¿Y después
qué?
Aquí lo que hay es un problema con los musulmanes asentados
–inmigrados o nacidos– en suelo europeo. Admitamos que no
con todos, pero sí con una parte no desdeñable de ellos. No
bien salimos de una cuando estamos metidos en otra. No se
han apagado los ecos de alguna matanza, de alguna tropelía,
cometida por individuos de esta comunidad cuando estamos
asistiendo a otra. Pero ¿en realidad conocemos al musulmán o
simplemente conocemos un estereotipo del musulmán? Hablamos
de musulmanes ‘moderados’, como si realmente pudiéramos
hacer una clasificación de los musulmanes, en ‘moderados’ y
‘radicalizados’. Tengo la sensación de que Europa se
equivoca respecto del musulmán. No hay un “Islam de rebajas”
y menos un “Islam sin Islam” . El control que se ejerce
sobre los musulmanes en sus países de origen se ha
trasladado a Europa. En modo alguno, en un contexto como el
europeo, se le permite al musulmán “transigencia ni
flexibilidad en los deberes como creyente”. Es más, los
imanes trasladados a los países europeos elaboran fatuas
contra los musulmanes que están en “búsqueda constante de lo
más fácil, de lo más sencillo y de lo más moderado”.
Insisto, no hay musulmanes ‘moderados’ ni hay un “Islam de
rebajas”. ¿Eso lo saben los prebostes europeos llamados a
dirigir los países en donde hay comunidades musulmanas?
Se quiera o no, el musulmán ha sido instruido desde pequeño
en la obediencia a la sharia, la lectura del Corán y en los
hadices del profeta. Todo ello ha sido asimilado en las
escuelas coránicas, en donde se ha de memorizar el Corán. No
se nos debe ocultar que en ese libro, como en la Biblia, la
violencia aparece, a veces, bien soterrada, bien explícita.
No hay que olvidar el contexto en que fue revelado y a
quienes iba dirigido. Tan poco se debería soslayar que en el
mundo arabo-islámico Occidente no es visto con ojos
benévolos. Pues bien, con esta carga religioso-emocional, el
creyente ha de manejarse en una sociedad laica, descreída y
refractaria a todo lo que huela a Islam. Y, por qué
ocultarlo, en cierto modo, discriminatoria con el
extranjero. ¿Cómo se conduce el musulmán en una sociedad
así? Pues, para decirlo resumidamente, todo lo que no es
contrario a la sharia ha de ser admitido. En caso de duda,
sin infracción a la sharia, el creyente ha de ser pragmático
para conseguir llevar a cabo sus intereses, si no hay otro
modo, no hay inconveniente alguno en actuar, siempre y
cuando no se exija a los musulmanes “concesiones más
importantes que los intereses de que se beneficiarán”.
“Ordenar el bien y prohibir el mal”, he aquí los dos
mensajes del Islam. Y a ellos, como es obvio, el musulmán ha
de ajustar su conducta. Cuando el creyente cree que el Islam
o el buen nombre del profeta son atacados, entonces, piensa
que su deber es intervenir para reestablecer el bien y
castigar el mal. En este caso, “la figura del terrorista
suicida, en tanto que mártir por la causa de Alá, resulta
claramente diferenciada de la del suicida que el Corán
condena”.
Ahora bien, es de ciegos no querer ver que cada vez más
europeos rechazan la islamización de Europa. No quieren que
más inmigrantes musulmanes se instalen en sus sociedades.
Pero también sería de necios ocultar que el comportamiento
incívico a todas luces y las continuas exigencias de no
pocas comunidades musulmanas exasperan los ánimos de los
autóctonos. Y, asimismo, sería de mal nacido incluir a esos
ciudadanos que rechazan la islamización del tejido social
europeo en las filas de los xenófobos o de la extrema
derecha. Si con los millones de musulmanes que se han
instalados en suelo europeo los problemas no han dejado de
crecer, ¿cómo se va a incentivar la llegada de oleadas de
inmigrantes, legales o no, de países islámicos? La solución,
se repite una y otra vez, pasa por la integración, pero hay
que reconocer que o no somos capaces de integrar o ellos no
desean integrarse en ningún tejido social extraño al
islámico. Si es así, volverán a repetirse escenas como la de
París.
Es preciso traer aquí que la siembra de una exaltación
primaria de la fe y de la yihad, y de una visión
apocalíptica de las relaciones entre Islam y Occidente –como
escribe Antonio Elorza– no puede dejar de tener efectos
desastrosos.
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