Una vez más, como siempre, la luz
y los buenos deseos invade nuestros caminos. Parece como si
todo se volviese más corazón. Ojalá fuese verdad. Nuevamente
nos conmueve que tantos seres humanos sufran la tremenda
soledad de la desesperación. Podíamos ser uno de nosotros.
Cuántas veces regresamos a nuestro propio hábitat, y nuestra
misma especie, nuestro misma familia, tampoco nos reconocen.
Por desgracia, para las cosas más importantes no solemos
tener tiempo. Nos piden auxilio y proseguimos sin apenas
prestar atención. La indiferencia y la frialdad nos domina.
La metodología de nuestro pensar está planteada para que
nadie piense sobre sí y mucho menos sobre los demás. Esta es
la grave cuestión. La mentira con la que nos han cebado el
alma. Andamos ocupados en mil historias que nos conducen a
una tragicomedia permanente, donde nadie existe para el
otro, donde nadie conoce a nadie, donde nadie se interesa
por nadie, porque nos hemos llegado a creer que somos
nuestros exclusivos dioses, independientes, sin necesidad de
ayuda, autónomos y egoístas, de modo que ya no queda espacio
alguno para la reflexión. Sólo nos afanan las cosas
tangibles, el éxito y el triunfo de nuestros proyectos
individuales. Realmente continua sin haber posada para esta
otra humanidad que lucha por vivir, que transita de acá para
allá con la cruz de la exclusión, mientras otros derrochan
todos los bienes de la tierra como si fueran de su
pertenencia exclusiva.
Indudablemente, tenemos que abrirnos al intelecto, de manera
que podamos divisar los alrededores. Nada es lo que parece.
Convendría tenerlo más en cuenta. Quizás tengamos que
conocernos más nosotros mismos desde la profundidad del ser
humano, sólo así podremos explorar y entender ese otro mundo
que sufre el abandono nuestro, la marginación más desmedida,
ante el gravísimo deterioro mundial de los derechos humanos.
Los grandes grupos económicos dominan el planeta a su
antojo. También los grupos armados manejan a la ciudadanía a
su capricho. La lucha por sobrevivir no es fácil para muchos
seres humanos. Obviar esta plaga de crueldades nos lleva a
la penuria más horrenda. Es hora, pues, de tomar conciencia
de pertenecer a una misma especie, con lo que eso conlleva
de vínculo familiar. Sin duda, cuesta entender ese afán
dominador de unos contra otros, esa conciencia viperina
capaz de intoxicarnos el recto raciocino, avivando la
discordia y el desconcierto. Por supuesto, sí en realidad
queremos fomentar la armonía, tenemos que propagar un
pensamiento muy distinto al actual. La concordia, en un
mundo globalizado como el presente, nace de las pequeñas
cosas, de la comprensión de todos y de cada uno de nosotros,
pero allí donde la avaricia y la zancadilla están a la orden
del día, difícilmente puede reinar alianza alguna.
No es tiempo de retroceder, lo sabemos, ha de ser tiempo de
avances, de moverse en la moderación, de activar los buenos
deseos de la paz pero sin esclavitud, de nadar en el
equilibrio poniendo en el horizonte la autenticidad como
bandera y el esplendor de esa verdad como símbolo. Sólo así,
y únicamente así, podremos cosechar el verdadero bien de la
alegría planetaria. Por encima de todos los poderes ha de
estar el hermanamiento para que brille esa nívea luz de alma
navideña. No lo olvidemos, el puro esplendor nace de la
bondad del ser humano. Vemos lo que somos y somos lo que a
veces no queremos ver. Pura contradicción. Un mundo en
tinieblas. Que precisa como nunca meditar sobre la realidad
del Niño-Dios. Evidentemente, hemos de despojarnos de lo
material para llegar a lo esencial de la persona, para
cambiar la propia humanidad. Todos está en nuestras manos,
en nuestro corazón. Que en verdad reine la paz, el consuelo
en cada mirada, el arrepentimiento, para ayudarnos a
reencontrar como los pastores, aquella estrella, que también
hoy viene de nuevo entre nosotros, y tal vez no la divisemos
confundidos como estamos de tantas miserias humanas que nos
circundan, dejándonos sin aire para alegrarnos.
Es necesaria la alegría, aquella que mana de tener una buena
conciencia, que se tiene cuando trabajamos en espíritu
armónico con el cosmos, con el violín del espíritu y las
entretelas del perfume navideño, cantando al Niño con el
instrumento de humanidad que todos portamos en el alma. Con
razón, este sublime gozo es la juventud eterna del espíritu,
el más perfecto don de la naturaleza. Algo que inspiró al
inolvidable filósofo y escritor indio, Rabindranath Tagore:
“Dormía..., dormía y soñaba que la vida no era más que
alegría. Me desperté y vi que la vida no era más que
servir.... y el servir era alegría”. Ciertamente, en
ocasiones sobre la tierra parece que no hay más que dolores,
de ahí la importancia de dar vigor a un espíritu de bondad,
de bien, o lo que es lo mismo, de comprensión hacia la
diversidad y hacia uno mismo. Porque la gloria del
Niño-Dios, de aquella estrella de Belén, es el ser humano
viviente; y también la vida del ser humano es la visión del
Creador. Todo se conjuga en un poema perfecto, en un poema
interminable, en una solidario poema de amor en su más alto
cénit de pureza. Este es el mensaje a considerar, tanto para
los no creyentes como para los creyentes, o para quienes la
Navidad es como un dulce rayo de esperanza y consuelo,
porque en el fondo, todos buscamos la piedra filosofal que
nos convierta en poesía. Yo creo que debemos simpatizar
siempre con la poética de la existencia, pensemos que un
corazón gozoso hace tanto bien como la mejor complacencia.
Por consiguiente, impulsemos que en verdad reine la paz en
el corazón de cada uno, para entrar de lleno en la atmósfera
de los encuentros, lo que significa un corazón de amor,
capaz de amar y de percibir la humildad como señal de
acercamiento. Necesitamos transformarnos, renovarnos,
convertirnos en personas humanas, en seres liberados de
tantas cadenas mundanas. Este espíritu navideño nos pone
alas para que así sea. Cantare amantis est, dice san
Agustín: cantar es propio de quien ama. Así, a lo largo del
tiempo, el recuerdo del Portal de Belén, del canto de los
ángeles, se ha convertido también en un renovador clima de
regocijos. Es la hora de los villancicos, de las palmas y
zambombas, de hacer nuestro el poema de la Noche Santa, o de
la Buena Noche, o de la Noche Buena: “paz a los hombres que
Dios ama” o “paz a los hombres de buena voluntad”. En
cualquier caso, el amor de Dios que nos precede, que jamás
nos abandona, a pesar de nuestras caídas, es el artífice de
un abecedario nuevo en un mundo viejo. Brindemos por la luz
que vieron los pastores, para que nos ilumine en
reencontrarnos con nuestra misma especie y, de este modo,
ser capaces de repensar sobre un horizonte pacifista. Desde
luego, la prueba más clara de haber hallado el camino es una
alegría imborrable, que está en el inconfundible origen de
toda creación. A lo mejor el vínculo que nos une no es tanto
de sangre, como sí de respeto y de alegría compartida.
Profundicemos en ello. ¡Gozosa Natividad!. Bienvenido a un
corazón de luz. ¡Viva el verso!. ¡Amanezca el verbo!.
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