El ser humano necesita pensar,
repensar o recapacitar sobre su distintivo valor en un mundo
globalizado. Este es el primer deber que ha de considerar
cada ser humano, habite donde habite y sea de la cultura que
sea. Está en juego la continuidad de la propia especie, la
natural familia humana. De momento, algo no funciona, y esto
es grave, yo diría que gravísimo. La realidad es bien negra
para algunos. No puede haber personas sin acceso a ganarse
el pan de cada día, y a poder ganarlo con dignidad. Tampoco
puede haber personas oprimidas, esclavas de determinados
poderes corruptos, sin camino para poder huir. De igual
modo, no puede haber personas que valgan menos que una
ínfima cosa y no encuentren corazón que entienda de su
agonía. Podríamos seguir mostrando la multitud de calvarios
que cohabitan con nuestra época. Basta ya de limosnas
sociales, el planeta precisa con urgencia una actitud de
cambio, de búsqueda de nuevos caminos más justos y
equitativos. Todo estos desajustes tienen un nombre, en
lugar de pensar desde la riqueza hay que reflexionar desde
la pobreza, ponerse en el lugar de los que no tienen voz y
escucharles, invitarles a participar con sus propias
palabras para poder salir de las tinieblas. Reconozco que no
me interesan para nada, aquellos organismos que ciegos
continúan con los mismos despropósitos. Todo ciudadano tiene
que tener la posibilidad de vivir dignamente, y mientras
esto no suceda y no pueda intervenir activamente en el bien
colectivo, carece de interés cualquier proyecto.
Debemos volver al pensamiento aglutinador de la especie en
su totalidad, como auténtica familia humana, y como tal debe
ser articulada y pensada. Nadie puede ser más que nadie en
dignidad, tampoco en deberes ni en derechos, hay que
retornar a la centralidad del ser humano, repensando (y
recapacitando) en un modo de coherencia y de valor social.
La solidaridad, pero entendida como ventana de auténtico
amor, debería ser el abecedario universal de todos los
pueblos, de todas las naciones. No se trata de dar migajas,
sino de cooperar todos junto a todos, por hacer un mundo más
hermanado. Esta es la llave. Por desgracia, cuando se pierde
el respeto por el ser humano cualquier atrocidad es posible.
En cualquier caso, hemos de aceptar que la responsabilidad
es compartida, y que no se puede cambiar nada en solitario.
Por ello, sería saludable que, coincidiendo con el día
internacional de la solidaridad humana (20 de diciembre),
activásemos, cada cual desde donde se encuentre, los
esfuerzos precisos para modular otro futuro más equitativo,
dejando a un lado la siembra de palabras huecas, e
impulsando un valiente compromiso de promover un futuro
humano para toda la humanidad. No podemos quedarnos
tranquilos ante un viejo mundo, que continúa predicando con
lenguaje mezquino e insolidario, dejándose mover por los que
lo tienen todo.
Personalmente, me niego a moverme en este clima de
desigualdades que dicen muy poco de la ciudadanía solidaria.
Prolifera la degradación, la falta de horizontes para
algunos, mientras otros nadan en la abundancia. Si en verdad
cultivásemos la solidaridad planetaria, o lo que es lo mismo
la inclusión y la justicia social, el mundo sería otro, al
menos más armónico y armonioso. Hay que decidirse y hacerse
con una actitud más fraterna, de manera que aquellos que
sufren, o los que menos se benefician, obtengan la
incondicional ayuda de los más beneficiados. No es de recibo
entregar migajas. Si en verdad queremos propiciar un acto de
amor, hemos cuando menos de predisponernos a donarnos sin
esperar recompensa alguna. No es cuestión de convertirnos en
meros asistentes, sino en auténticos hermanos con lo que
ello significa de encuentro y de compartir. Convertir al ser
humano en una ganancia más, como hasta ahora se concibe, es
destruirlo como ser pensante. De ahí la importancia de
repensar (y recapacitar) sobre una nueva época, donde las
barreras del individualismo den paso a un camino de apertura
donde todos los humanos contemos por igual. Nuestro valor es
inmenso, pero en su conjunto. Antaño nuestros progenitores
nos educaban en el valor de lo que recibimos y tenemos,
quizás hoy tengamos que reeducar en el repensar de tantas
paradojas vivientes. A veces me pregunto: ¿Para qué tanta
institución que no resuelve nada?. A lo mejor ese dinero,
que sustenta el entramado institucional, habría que
repartirlo entre aquella gente que ha de abandonar su propia
tierra para poder subsistir en otro lugar. Es cuestión de
priorizar, y por siempre debe de prevalecer el ser humano.
Así de claro y así de sencillo.
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