Si salimos a la calle y
preguntamos a cien o doscientas personas al azar sobre los
quince o veinte principales problemas que asolan a la
sociedad española, estoy más que seguro de que ninguno haría
referencia a la violencia ejercida por aquellos que se
manifiestan en las calles del país. Es más, algo me dice que
si traspasamos nuestras fronteras y comentamos con
ciudadanos de otros países desarrollados nuestros datos de
paro, desigualdad o precariedad, no serán pocos los que,
lejos de llamarnos violentos o vándalos a los españoles, se
asombren al dar fe de nuestra capacidad de aguante,
tolerancia, civismo y respeto por las leyes y el orden.
Con este panorama, ningún demócrata puede estar de acuerdo
con la implantación de la Ley de Seguridad Ciudadana, más
conocida como “Ley Mordaza” o “Ley del miedo”, aprobada el
pasado jueves en el Congreso por la aplastante mayoría
absoluta del Partido Popular. Esta ley, auténtico atentado a
la democracia, que limita derechos fundamentales tales como
la libertad de expresión, el derecho a la tutela judicial
efectiva o los de huelga y manifestación, que deja a los
ciudadanos indefensos ante la posible brutalidad y los
abusos de unas Fuerzas del Orden a las que no se podrá
grabar en el ejercicio de sus funciones, constituye una
perfecta fotografía del momento político en el que nos
encontramos: un momento en el que el Gobierno de la Nación,
asustado, acorralado e impotente, sólo puede echar mano del
miedo y la represión para frenar las justas y legítimas
protestas que sus antisociales políticas crean por todos los
rincones del estado.
El Partido Popular está K.O. Aún no cuantitativamente, pero
desde luego sí cualitativamente. Es un partido corrupto,
incapaz de convencer -no digamos ya de ilusionar- y que ha
decidido morir matando. Su desprecio por la democracia y los
ciudadanos no tiene límites. El Partido Popular detesta que
la gente proteste y hable. El ADN franquista que corre por
muchos de sus miembros aflora en estos momentos de crisis e
incertidumbre. Las máscaras caen y los hijos y nietos del
caudillo nos muestran, de forma nítida ya, su verdadero
rostro. Feo, desagradable, autoritario, clasista y mediocre.
El Ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, fiel católico
de pro cercano al Opus Dei, decía lo siguiente a las voces
críticas con las legalizadas devoluciones en caliente de
inmigrantes en nuestras costas: “Que me den la dirección y
les enviamos a esta gente”. Expresar oposición ante la
posibilidad de que las fronteras de Ceuta y Melilla se
conviertan, de manera formal y oficial, en agujeros fuera
del Estado de Derecho donde todo vale y no se respetan los
Derechos Humanos elementales provoca que todo un ministro se
sume a decir este tipo de estupideces. Incluso el votante
más reaccionario del PP merece algo mejor.
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