Me duele la vida por sus crueles
historias de necedad. Se utiliza al ser humano como
divertimento, se aniquila su libertad, se pisotean sus
derechos más básicos, como si viviéramos en una selva, donde
nadie reflexiona, ni nadie se preocupa de los más
desvalidos. Realmente somos esclavos de nuestras propias
miserias. Todavía hoy millones de personas, de todas las
edades y naciones, se someten a la pertenencia de poderes
avaros, que los utiliza como mercancía. Pienso en tantos
emigrantes a los que se les niega todo, hasta ser detenidos
sin miramiento alguno y, en bastantes ocasiones, en
condiciones inhumanas. Olvidamos que cualquiera de nosotros
puede ser un migrante. No desdibujemos situaciones que son
de auténtico calvario. La mayoría de los mortales que han
tomado la decisión de huir, lo hacen por extrema necesidad,
para escapar de los conflictos o de la persecución. Lo único
que buscan desesperadamente es un lugar donde vivir en paz.
También recapacito sobre la riada de personas obligadas a
ejercer la prostitución, a ser esclavas sexuales, sin tener
derecho alguno, a dar o no su consentimiento. Medito,
finalmente, pensando en esa otra multitud de gente, a la que
se adoctrina para aceptar la esclavitud de la sumisión,
siéndolo de sí mismo. Por no citar a esa otra muchedumbre,
dispuesta a hacer cualquier cosa con el insólito fin de
enriquecerse la persona sola o sus íntimos colegas.
Realmente, la necedad nos viene triturando el alma, con la
correspondiente confusión mundana. Es cierto, no pasamos de
ser meros parlanchines empeñados en las simplezas de
nuestros absurdos diarios de vida. Se han trastocado los
valores humanos, y el camuflaje de mentiras que nos acosa,
acaba por dejarnos sin argumentos. El resultado es de una
fortaleza sanguinaria que nos deja sin palabras. Pero como
somos tan necios como torpes, seguimos dejándonos reclutar
por dominadores de nada, eso sí, endiosados a más no poder.
La comunidad internacional debería multiplicar los
llamamientos hacia el sentido humano del planeta. Con
urgencia hay que poner fin a estos trágicos aconteceres,
donde el hombre mata a su misma especie con la misma
indiferencia que una piedra. Nos hemos dejado robar el
corazón con leyes injustas, centradas en los poderosos, y no
en la persona a la que la misma sociedad no le deja ni
levantar cabeza. Sin duda, para derrotar este espíritu de
permanente esclavitud, se precisa cambiar el modo de ver al
prójimo y cambiar la manera de vivir. Hay que volverla
próxima a todos, sin exclusiones. Tenemos que recuperar,
pues, las rosas existenciales, o lo que es lo mismo, renacer
de estas cenizas que todo lo contaminan de deshumanización,
favoreciendo el desarrollo de los pueblos sobre la fuerza de
la consideración hacia todo ser humano. Se impone, en
consecuencia, el combate espiritual contra todos estos
desajustes y desórdenes humanos.
Nuestro compromiso, por consiguiente, tiene que ir más allá
de las palabras y de las acciones, ha de ser tomado como una
actitud de buscar efectivamente el bien colectivo. Esto
implica valorar a todo ser humano, con su forma de ser,
injertado en su cultura, con la libertad precisa y más allá
de las apariencias. Los moradores tienen que aprender a
amarse por el camino de la liberación. Únicamente, desde
este auténtico hábitat de donación es posible comprender
actuaciones, compartir vivencias, sentir la comprensión, y
la opción preferencial por cada ciudadano habite donde
habite. En efecto, es necesario también hacer una mención a
la compasión como actitud benevolente, de mano tendida que,
en absoluto, ha de ser un ejercicio de poder, ni una
demostración de generosidad, sino una búsqueda en el camino
del encuentro. Solo un proceder de sensatez y gratuidad hará
posible la cooperación entre unos y otros. De lo contrario,
continuaremos practicando un sometimiento ilógico e
irracional. En cualquier caso, no esperemos a mañana;
cojamos desde hoy la senda del intelecto, obviemos la
necedad, y pongámonos todos en disposición de caminar, con
el auxilio como compañía; que, por otra parte, es la única
manera de contribuir al crecimiento en humanidad de nuestro
mundo. La esperanza, ya saben, es lo último que se pierde.
Somos así de esperanzados por naturaleza.
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