El individuo cada día está más
preso por la intolerancia y por las cadenas. Esto es una
realidad fácilmente observable. No hay más uniones que las
que forjan los propios intereses de cada uno. Son muchas las
personas condenadas de por vida a quedar al margen de la
propia existencia, privándoles de lo más básico para poder
vivir con dignidad. A pesar de que tenemos la obligación y
el compromiso, no sólo de enviar mensajes de liberación,
sino de ayudar a que nazca este auténtico espíritu de
solidaridad, lo que conllevaría a una sociedad floreciente y
feliz muy distinta y distante a la actual, resulta que todo
lo hemos corrompido hasta volverlo miserable. La propia base
de nuestra sociedad está depravada por la falsedad. La
mentira es el abecedario más común a la especie. Hay
pobladores, y una legión de cómplices, cuya conducta es una
ficción continua. Por consiguiente, deberíamos restaurar
primero al ser humano desde su interior, sólo así puede
brotar la auténtica naturaleza ciudadana de familia, hoy
vilmente acaparada y manipulada por el descarado poder de
los sistemas ideológicos, financieros, e incluso, por los
propios partidos políticos. Para ello, no necesitamos más
predicadores, sino gentes de coherencia profundamente
vinculados a la apertura y a su compartida razón de vida,
lejos de toda opresión y violencia.
Detesto toda sociedad avasalladora con el débil e indefenso,
viciada con la proclamación verbal de la mediocridad, con
los discursos vacíos, incapaz de despertar sueño alguno.
Sabemos que son los Estados los que están obligados a
proteger los derechos humanos y a prevenir las violaciones,
pero también es la ciudadanía, con su liturgia de verbos
conjugados en todos los lenguajes, la que ha de salir a
tomar la plazas de la vida. Lo ha de hacer pacíficamente,
pero con el coraje necesario, para anunciar que otro
planeta, con otras estructuras más humanas, es posible.
Naciones Unidas estima que veintiún millones de personas
viven en la esclavitud. Se merecen ser liberadas de este
calvario. Podríamos ser cualquiera de nosotros. Por
desgracia, habita en el planeta mucha discriminación y
abusos de todo tipo. El poder sigue corrompiendo y los
dirigentes continúan haciendo alianzas de intereses en lugar
de sociedades con verdadera conciencia solidaria. Sería
bueno, que coincidiendo con la festividad del día de los
derechos humanos (diez de diciembre), trabajásemos por
revivir y reafirmar los derechos de todas las personas,
materializando el concepto de universalidad e imparcialidad
en relación con la justicia. Ciertamente, la humanidad tiene
que cesar de lanzar piedras contra sí misma, y volverse una
estirpe unida e indivisible, pero no por las haciendas, sino
por el caudal de felicidad que aglutina. Y, evidentemente,
este bienestar nace de una genuina unión armónica de unos
para con otros.
Sin duda, tenemos que salir de esta bochornosa encrucijada
de usuras que nos mueven. La humanidad no puede progresar
así. El que hoy, en el mundo, no se conozcan más concordias
que las que fraguan los intereses, me parece un retroceso
humano en una cultura necia y aborregada. Así, bajo este
horizonte de lucros, persiste una riada de despropósitos, de
malestares e injusticias. Una sociedad caprichosa como la
actual, fría con los que sufren, que oprime el alma de los
menos pudientes, acabará hundida en su propia miseria.
Cuando se degrada el ser humano como persona todo se
confunde y hasta los mismos días son un envoltorio vacío que
llenamos de penurias. Éste es el riego de ir a la deriva
como especie. Hay que pensar en términos de bien colectivo,
en relaciones de gratuidad, de compasión y de afinidad. ¿Qué
soy yo, sino un forjador de vida?. No hay manera de darle
sentido, sino es donándose para vivirla en comunidad, con el
deber de auxiliarnos mutuamente. No la convirtamos en una
jungla de capitales. ¡No!, por favor.
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