En este mundo, siempre queremos
ser más de lo que somos; sin embargo, solemos estimarnos
poco o menos de lo que valemos. Es esto una gran
contradicción porque en realidad no somos nada, pero sí
importamos mucho o debemos interesar, no como comercio, sino
como ciudadanos. Por si misma, la ciudadanía adquirida, por
el propio hecho de nacer y ser miembro de una comunidad
organizada, nos obliga a plantearnos hacer algo y a
implicarnos en los semejantes. En consecuencia, todos somos
responsables, por la misma vivencia del individuo en la
sociedad, de la alarmante cultura del desecho, especialmente
entre personas jóvenes y viejos. Nuestra gran asignatura
pendiente es que todavía no hemos aprendido a incluir a los
excluidos en nuestro propio camino aventajado. Solemos andar
demasiado ocupados en lo nuestro, con las expectativas de
los codazos de unos contra otros, en lugar de activar el
abrazo de unos sobre otros. La necedad es la epidemia del
momento. Únicamente nos afana y desvela el protagonismo
nuestro. No pasamos de ser figurones y altaneros, cuando en
realidad los que han de ser intérpretes de los cambios
económicos y sociales, políticos y culturales, son aquellos
ciudadanos marginados, que han de convertirse de una vez por
todas en miembros de pleno derecho de nuestras comunidades.
Efectivamente, cada persona tiene que hacerse valer, y los
excluidos han de ser los actores de sus personales vidas.
Tienen que dejar de ser lo que son ahora, meros receptores
pasivos de migajas, y poder alzar la voz, quizás a través de
movimientos populares, para que les escuche ese mundo que
nada en la abundancia y en el dispendio o malversación. En
este mismo mes, el Secretario General de Naciones Unidas (Ban
Ki-moon), advertía precisamente sobre ello, diciendo que la
pobreza, la enfermedad, el terrorismo, la discriminación y
el cambio climático, se están cobrando un elevado precio.
Ciertamente, cuesta entender que aún millones de seres
humanos sigan padeciendo situaciones de explotación
deplorables debido a su trabajo indecente y servil. Por
mucho que se nos diga, la economía mundial continua siendo
un terreno en el que no todos actúan en pie de igualdad. Y
es que la ciudadanía en su conjunto, de manera responsable,
pacífica y autorregulada, tiene que pasar de las palabras a
los hechos y ponerse en acción, sobre todo a trabajar por el
bien común y para empoderar a los marginados y
desfavorecidos. Ellos no pueden esperar por más tiempo. Lo
sabemos, pero hacemos bien poco por atajarlo.
Somos la incoherencia personificada. Para desgracia de la
específica especie humana, no pensamos como ciudadanos, ni
tampoco sentimos como ciudadanos, ni actuamos como
ciudadanos. El derecho y el deber de ciudadanía, que se
había convertido en uno de los términos clave del debate
político a partir de la década de 1990, también se ha
corrompido, haciendo que lo público ya no sea en muchos
países un espacio de intereses colectivos, lo que genera una
cultura de conflictos de difícil cese, mas no imposible. De
ahí, la importancia de afianzar una cultura integradora de
convivencia y desarrollo colectivo, que hoy no es tal,
basada en la tolerancia frente a la diferencia y en la
solución negociada de problemas. Esta diversidad humana
tiene que ser enriquecedora, y no excluyente, puesto que a
mi juicio es nuestra mayor oportunidad de avance. No la
desaprovechemos. Todos los seres humanos somos válidos para
la creatividad, para la innovación de proyectos comunes, lo
que hace falta también es una moral ciudadana para que esté
presente el bien colectivo. Cada pueblo, lo mismo que cada
ciudad, requiere y necesita de proyectos compartidos, donde
sus ciudadanos puedan sentirse arropados para enfrentarse
positivamente al futuro.
Desde luego, estamos obligados a construir nuestro adecuado
porvenir humano. Y no olvidemos que ese destino, para bien o
para mal, desciende del aliento de los niños que hoy van a
la escuela. Por eso, pienso que la enseñanza en valores,
como el testimonio de sus progenitores de coherencia, es
fundamental para este tiempo de tantas incertidumbres. Todos
tenemos que poner de nuestra parte, y si hay voluntad de
hacerlo, si hay sabiduría conjunta y compromiso, se superan
todas las dificultades por muy arduas que sean.
Naturalmente, el verdadero ciudadano es aquel que solo
predica con aquello que cultiva coordinadamente con otros y
coherentemente consigo mismo. Por desdicha, aún debemos
esforzarnos mucho más para que, tanto los líderes como las
administraciones diversas, rindan cuentas con mayor rigor
sobre el desempeño de sus funciones. En demasiadas
ocasiones, la incoherencia es tan profunda entre los
distintos representantes y sus actividades, que son los
verdaderos responsables de que un territorio no avance. Por
hablar de nuestro propio país, la nación española, cuesta
entender que los abundantes casos de corrupción, que apuntan
al corazón de los diversos poderes del Estado estatal,
autonómico y local, se eternicen en los juzgados sin apenas
pasar nada. La justicia contra los poderosos, aparte de
lenta, con lo cual ya es una injusticia tremenda, dista
mucho de ser ejemplarizante. Y, aunque como reiteradamente
ha dicho Naciones Unidas, la corrupción es una amenaza de
primer orden para el desarrollo, la democracia y la
estabilidad, seguimos utilizado la indiferencia, cuando la
ciudadanía debe alzar la voz como jamás.
El costo de estas incoherencias, no sólo se ha de medir en
recursos que se malgastan o se roban, sino también en
términos de daños morales a los más desfavorecidos. Hay
quien se pregunta, con razón, cómo puede haberse producido
este aluvión de corrupciones en España. Pues porque a las
instituciones, u órganos de poder, acuden muchas veces
personas que su acción nada tiene que ver con lo que se
representa. Son personas sin escrúpulos, enfermos por la
codicia, que para nada les importa derrochar recursos
públicos. Lo malo es que la sociedad no responda, o no pueda
responder a estas tropelías, cuando se le está malogrando
sus oportunidades y creando desigualdades flagrantes. La
falta de hospitales, escuelas, infraestructuras, se podrían
haber previsto con ese dinero dilapidado, y que sin duda
habría cambiado la suerte de tantas familias perjudicadas.
Volvamos a nuestra sufrida tierra. Mientras que para la
familias necesitadas no hay ayudas suficientes, si hay
financiación para partidos, sindicatos y demás gremios, y
para colmo de males, aunque se financien ilegalmente todavía
no está tipificado como delito en el Código Penal. Ancha es
Castilla para algunos, para otros en cambio, no encuentran
ni un nicho de heredad. Y es que poner el remiendo junto al
agujero nunca es la mejor solución. Hay que ir a la raíz y
meter la tijera para llegar a lo podrido. Todo es evitable,
únicamente hay que querer hacerlo. Como sabe el lector:
querer es poder.
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