Nadie me negara que vivimos bajo
una tormenta de incertidumbres, y en lugar de tomar
decisiones para huir de este hábitat de vacilaciones
planetarias, aún tenemos tiempo para acrecentar la confusión
poniéndonos en el pedestal de juzgadores. Quien juzga
siempre yerra porque se convierte en una persona endiosada,
hipócrita, del que siempre debemos desconfiar. Ciertamente,
el único vicio que no puede ser eximido es el de la
falsedad. Algunos seres humanos son tan falsos que ni ellos
mismos son conscientes de que piensan justamente lo
contrario de lo que pregonan. De ahí la importancia de no
adjetivar conductas, puesto que no tenemos capacidad para
juzgarlo todo, y mucho menos para condenar en un abrir y
cerrar de ojos. Con demasiada frecuencia, olvidamos que todo
necesita su período de reflexión. A veces es tanta la
obsesión de juzgadores, que llegamos a confundir la realidad
con el sueño, volviéndonos soberbios y autosuficientes, en
vez de aceptar nuestra propia derrota en el juicio contra
los demás. Bajo este caminar de cada día, nadie vamos a
estar libres de ser juzgados, convendría, pues, que cuando
nos vienen las ganas de criticar a alguien, que es otro modo
de juzgar, tomásemos con el mismo interés el aprecio por el
ser humano, especialmente por aquellos más vulnerables.
Precisamente, en este mismo mes de octubre, concretamente el
día once, se celebra el tercer aniversario de la
instauración del Día Internacional de la Niña, el cual tiene
por objetivo prioritario visibilizar y reconocer los
derechos de las niñas y los desafíos excepcionales que éstas
confrontan en todo el mundo. Nos consta que, en demasiados
países, casi una de cada cinco adolescentes ha sufrido abuso
sexual, y que la práctica de la mutilación genital o la
circuncisión femenina, todavía permanece enraizada en muchas
tradiciones. Cuesta entender que, con tantos juzgadores, no
hubiésemos encontrado la salida a esta derrota humanitaria.
Lo mismo sucede con los conflictos, juzgamos la crueldad
pero, en ocasiones, hacemos bien poco por asistir
humanamente a la persona que pide nuestro auxilio. Por
desgracia, no solemos pasar del terreno de censores, lo
acusamos todo, como si nosotros mismos no formásemos parte
de la especie social. De lo contrario, no tendríamos
déficit, como se tiene, en la capacidad de los gobiernos y
en las organizaciones humanitarias para responder a estas
demandas de emergencias.
Con esta manera de juzgarlo todo, es evidente, que seguimos
engañándonos a nosotros mismos. Quizás tengamos que
reconsiderar nuestras opiniones y ser más condescendientes
con nuestros semejantes. En un mundo de tantos avances,
riquezas y tecnologías que nos fortalecen y acortan las
distancias, no es justo que multitud de personas vivan en la
marginalidad más absoluta, sin poder salir de la pobreza.
Tal vez precisemos más abogados defensores de causas que
hemos dado como perdidas. Quién es quién para juzgar a un
ser humano y considerarlo como un producto de desecho. Si en
verdad queremos dignificar la vida, tenemos que engrandecer
antes a sus propios moradores sin distinción alguna. Yo me
imagino un planeta donde ningún ciudadano se sienta
despreciado, donde todos seamos hermanos y no exista la
competitividad, fuente de conflictividad, donde nadie sea
más que nadie y se respeten los corazones, donde el afán de
lucro se sustituya por el afán de servicio, donde la luz se
haga realidad para todos. Habríamos ganado el futuro y,
entonces, por haberlo construido entre todos, si que
tendríamos derecho a juzgar el pasado. Pero sólo
construyendo....un mundo para todos.
|