Frente a una alta y acomodada
sociedad cohabitan barrios marginales, casi siempre en la
periferia, abandonados a cualquier progreso y, lo que es
peor, despojados de la decencia que todo ser humano se
merece, por el hecho mismo de existir. Son víctimas de
tantas injusticias, que la vida les ha marcado con grandes
sacrificios, pero aún así suelen caminar con un semblante
luchador, con la entereza de sufrir los rigores de tantas
opresiones, porque saben que la verdadera desgracia es
cometer la inhumanidad de sentirse nadie. Son capaces de
resistir el cansancio y el dolor y de esperar en medio de la
adversidad, una mano justa que sintonice con las voces de
los suburbios, para la construcción de una nueva sociedad
fundada en el auténtico amor, la solidaridad y la equidad.
Desde luego, hay que alejarse de la indiferencia, y dar a
estas sufrientes gentes la posibilidad de una vida digna que
permita la conveniente educación integral de sus hijos y el
necesario avance en su salud, en sus métodos de trabajo y de
comercialización, estableciendo algo tan básico como precios
ecuánimes en sus productos.
El reto de los nuevos tiempos exige que el mensaje solidario
cale en el corazón de todo ser humano y en las estructuras
de la vida social. Por eso, me parece sumamente acertado que
el Día Mundial del Hábitat, que se observa anualmente el
primer lunes de octubre, en virtud de una resolución
adoptada por la Asamblea General de Naciones Unidas en 1985,
este año 2014, eligiera el tema: “Voces de los suburbios”,
para reconocer la vida en los barrios marginales, dar voz a
los habitantes de los tugurios, con el fin de mejorar la
calidad de las condiciones de vida en ellos mediante la
concienciación. Unos y otros tenemos mucho que compartir.
Las miserias humanas no cesan. Si son muchos los que viven
en condiciones indignas de la persona humana, privados de
los derechos humanos y de las necesidades básicas como la
alimentación, la falta de trabajo decente, el agua y las
condiciones de higiene, la salud o la misma posibilidad de
crecimiento cultural, también es otra miseria la no menos
preocupante pobreza moral, que consiste en convertirse en
esclavo del vicio y lo material. Ciertamente, la vida en los
barrios marginales es tremenda, pero igualmente espantosa es
la de otros barrios en los que el poder, el lujo y el dinero
se convierten en dioses. De ahí, la importancia de colaborar
unidos todas las culturas y de cooperar en el destierro de
tantos abusos, o de tantos endiosamientos, puesto que
ninguno es autosuficiente por mucha riqueza que atesore.
Indudablemente, a medida que la proporción de la humanidad
que vive en el medio urbano crece, también es preciso
reforzar su integración. Unas ciudades mal planificadas se
vuelven insostenibles y sus moradores no acaban de sentirse
asentados, repercutiendo en una proliferación desbordada de
marginalidad como jamás se ha conocido. En cualquier caso,
tanto en las zonas urbanas como en las zonas rurales, se
debe trabajar por servicios sociales que promuevan la
igualdad de sus ciudadanos. Como especie, iremos a la
bancarrota, sino aseguramos los derechos fundamentales de
los habitantes de los barrios marginales, impidiendo que se
intensifique su exclusión política, económica y social. En
este sentido, es preciso contraponerse a los intereses
económicos interesados y a la lógica poderosa de unos pocos,
que excluyen para su negocio, causando fuertes
disgregaciones sociales, mediante privilegios para algunos e
injusticias para otros. Los seres humanos no somos islas,
somos comunidad; y, en toda colectividad, las personas de
todos los distritos se merecen la misma dignidad humana. Qué
menos. Al parecer, para desgracia nuestra, la honestidad e
integridad de la vida no está prevista en el plan de
globalización, con la consabida indignación moral que nos
circunda. Sálvese el que pueda.
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