Hay muchas maneras de matar.
Pueden meterte un cuchillo en el vientre.
Quitarte el pan.
No curarte de una enfermedad.
Meterte en una mala vivienda.
Empujarte hasta el suicidio.
Torturarte hasta la muerte por medio del trabajo.
Llevarte a la guerra.
Y sólo unas pocas están prohibidas en nuestro estado.
Bertold Bretch.
La disputa por el concepto de libertad puede ser, tal vez,
la discusión político-filosófica más antigua del mundo. ¿Qué
es eso tan bonito y que todo el mundo dice defender a capa y
espada llamado libertad? ¿Qué es un ciudadano libre? ¿Por
qué si todos estamos a favor de la libertad andamos siempre
entre guerras y peleas? La respuesta, siendo simplista e
impreciso, puede reducirse a que jamás ha habido un acuerdo
sobre lo que significa la dichosa palabra: lo que unos
entendemos por libertad no es lo mismo que lo que entienden
otros.
El pensamiento conservador (liberal en lo económico), en su
tradición en favor de los privilegios, se ha limitado a
defender lo que conocemos como libertades negativas: el
derecho del individuo a que nadie se entrometa en la
realización de aquello a lo que tiene derecho. El
pensamiento crítico y progresista, por el contrario, ha
considerado y considera que la libertad no puede ser algo
que abarque únicamente el concepto de libertad negativa,
sino que deben existir las libertades positivas: la
capacidad de poder realizar aquello a lo que uno tiene
derecho. Para el conservador-liberal, un pobre es libre
porque nadie le impide comprar un filete. Para el
progresista, un pobre no es libre, pues si bien es cierto
que nadie le impide comprar un filete, sí que se lo impiden
sus condiciones materiales: no tiene dinero para hacerlo.
Unos defienden la libertad para nada. Otros defendemos la
libertad para algo.
Podemos considerar que las constituciones de posguerra
consagraron en Europa esa “libertad para algo”, esos
derechos sociales, esas libertades positivas que
proporcionaban las condiciones materiales para la práctica
en casi verdadera libertad de los derechos civiles, de las
libertades negativas: todo ser humano tenía derecho (al
menos formalmente) a un trabajo que le proporcionara un
salario digno con el que cubrir sus necesidades básicas,
todos teníamos derecho a que nos enseñaran en una escuela, a
que nos curasen si estábamos enfermos y a disfrutar de una
pensión en la vejez. Ahora, asistimos atónitos a un cambio
de modelo y mentalidad.
La tortilla se está girando y parece que sólo cuentan las
libertades negativas. “Eres libre para hacer lo que quieras
en unas condiciones en las que no vas a poder hacer nada”,
como bien decía el profesor Fernández Liria. Tiene sentido.
Proporcionar la libertad de todos, las libertades positivas,
implica que los de arriba aflojen pasta, aunque bien es
cierto que es una pasta que siempre tendrán que aflojar: si
no quieren gastarla en proporcionar la libertad de todos,
siempre tendrán que gastarle en cárceles, policías y demás
dispositivos destinados a perpetuar el injusto orden
existente. Esa es la paradoja del “estado mínimo” o la no
intervención del estado: el estado siempre interviene, bien
sea defendiendo unas condiciones de vida injustas en las que
el pez grande se come al pequeño, bien sea redistribuyendo
poder y libertad. La cuestión, por tanto, nunca debe ser
intervención sí o intervención no, sino intervención en
favor de quién.
A costa de la “libertad” de unos pocos, se está acabando con
la libertad de la mayoría. Los sueldos de miseria, los
contratos precarios, las jornadas de trabajo interminables,
la subida de tasas, la degradación de los servicios públicos
o las privatizaciones no son, ni más ni menos, que el robo
de el derecho más elemental y la condición más sagrada de
todo ser humano: la libertad.
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