Creo que nadie en su sano juicio
puede pensar que servirse de anécdotas personales - siempre
y cuando se respete la privacidad de personas no públicas
que, con todo el derecho del mundo, no desean ver sus
nombres publicados en ningún medio- para intentar explicar
situaciones determinadas puede constituir falta de respeto
alguna. De hecho, no creo que exista columnista que no haya
escrito alguna vez algo como “El otro día, un señor se me
acercó y me dijo…” o “En una discusión, una chica afirmó
que…” para lanzar el tema del que desea hablar. Y no sólo
columnas de opinión, sino también libros enteros. Se me
viene a la cabeza la introducción de esa obra maestra de la
que ya he hablado titulada “Chavs: la demonización de la
clase obrera”, en la que Owen Jones contaba que lo que le
llevó a escribir un libro sobre las clases marginadas de
Gran Bretaña fue una reunión de amigos en la que algunos,
desde una superioridad moral fruto de una preparación
académica elitista proporcionada gracias a su privilegiada
situación socioeconómica, comenzaron a soltar burlas sobre
la juventud más humilde del país. Dudo que ninguno de los
comensales viera su confianza traicionada por el libro de
Jones.
Que yo hiciese algo parecido hace unos días, que mencionara
mi discusión con alguien, dio lugar a que una persona,
amparándose en que mi actitud no era correcta, aprovechara
para decirme lo que realmente piensa de mí. Ahora bien,
¿acaso es esto material interesante para un artículo? Pues
no, lo que hago es, también ahora, servirme de una anécdota
para intentar explicar algo general.
Mi interlocutor aprovechó la coyuntura para vomitarme
aquello que llevaba tiempo guardándose. Sin apenas conocerme
ni saber nada de mí, vino a decirme que era poco menos que
un miserable, que mancho el nombre de ciertas personas de mi
familia y que apenas merezco respeto, entre otras lindezas.
Un día antes, una amiga me contaba que tanto ella como su
madre habían tenido que intervenir en más de una ocasión
para defenderme de disparatadas e infundadas acusaciones de
drogadicción (por si a alguien le interesa, ni siquiera
fumo) provenientes de personas que jamás han cruzado palabra
alguna conmigo, algo similar a lo que tuvo que hacer el
padre de uno de mis mejores amigos cuando escuchó a dos
personas -de cierto partido conservador- decir que “el
niñato ese que escribe no tiene ni el graduado escolar”.
Descalificaciones, mentiras, odio.
Si cuento todo esto es porque creo que es algo bastante
representativo. Si alguien como yo, que lo único que hace es
escribir su opinión y defender en su pequeña ciudad los
postulados de una fuerza política con la que coincide
ideológicamente, sólo recibe insultos y difamaciones por
parte de aquellos cuya bilis les lleva a actuar de manera
tan ruin y mezquina, ¿qué es lo que soportarán quienes de
verdad están comenzando a meter miedo a los poderes
financieros? ¿Cuántas mentiras nos habrán colado en todos
estos años los medios de desinformación acerca de tantos
gobiernos democráticos pintados aquí como crueles dictaduras
por el simple hecho de ser desobedientes? No vendría mal una
reflexión al respecto.
Todo responde a un objetivo claro: meter a todos en el mismo
saco. Si todo aquel que decide hacer política para que no se
la hagan los sinvergüenzas que siempre la han acaparado, es
igual de sinvergüenza que los que pretende derrotar,
entonces la lucha no tiene sentido. Es la conocida
estrategia del ventilador, un truco clásico. Yo soy malo,
pero el que venga también lo será, por lo tanto, la cuestión
no es el discurso o la política que desees hacer, sino el
hecho de tener discurso, el hecho de querer hacer política.
No luches, no quieras cambiar nada porque todos
son/sois/somos iguales. Es el mensaje que llama a la
desmovilización y a que todos, para no ser señalados o
insultados, decidamos ir por libres, ser individualistas,
actores pasivos no interesados por la política. Por más que
sea, en última instancia, lo que decide nuestros destinos.
Asumir esta actitud significa adoptar el papel cobarde
reflejado en la frase de la esposa del teniente Daniels en
el segundo episodio de “The wire”: “Si no juegas, no puedes
perder”. Al contrario, algunos pensamos que si no jugamos,
ya estamos derrotados de antemano. No jugar no es una
opción. Hay que intentar ganar, pero esta es sólo mi
opinión. Me voy a ver a mi camello y a que me enseñen a
sumar.
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