Mientras los leones no tengan sus
historiadores, las historias de cacería seguirán
glorificando a los cazadores”.
Si bien es cierto que de la II Guerra Mundial salió vencedor
el antifascismo, no es menos verdad que tras la victoria,
las potencias capitalistas que se aliaron con el movimiento
obrero durante la contienda contra el monstruo nazi,
decidieron señalar al “peligro comunista” como el principal
enemigo al que combatir. Desde unos estados del bienestar
fruto de la lucha antifascista y anticapitalista, el bloque
occidental comienza, con el presidente Truman a la cabeza
-máximo responsable de los crímenes de Hiroshima y Nagasaki-,
su particular batalla contra el marxismo.
En 1975, a petición de la Trilateral, tres “expertos”
publican “La crisis de la democracia. Informe sobre la
gobernabilidad de las democracias a la Comisión Trilateral”,
un documento del que se saca la conclusión de que ya no
basta con hacer uso de la represión contra las fuerzas de
izquierdas - una costumbre que llevaba tiempo practicando
Estados Unidos en América Central, América del Sur y otras
zonas del mundo- , sino que es necesario combatir en el
terreno de las ideas. Hay que crear, con más fuerza que
nunca, un “sentido común de derechas”. Desde entonces a esta
parte, el tablero político se ha ido estrechando cada vez
más. En palabras de Íñigo Errejón, “el espacio de la
democracia se ha ido jibarizando no sólo en torno a lo que
se puede votar, sino en torno a lo que se puede pensar”.
Los cazadores han escrito y escriben la historia de las
cacerías, lo que ha desembocado en una equidistancia
insultante, en una “despolitización” que hace que muchos
afirmen sin ruborizarse que una bandera tricolor es igual
que una franquista o que levantar el puño debe ser igual de
censurable que alzar el brazo y lucir el saludo romano.
Simplismo e hipocresía a raudales, como la de ciertos
conservadores que acusan al pensamiento crítico y
progresista de maniqueo y de utilizar la dicotomía
“malo-bueno”, a la vez que ellos continúan tachando, en la
dinámica de la Guerra Fría, de terroristas o populistas a
todo aquel que se atreve a hablar de políticas sociales,
revelando así hasta qué punto las grietas que se han abierto
en el panorama político actual rompen los esquemas de unos
poderes que, amparándose en un bipartidismo de alternancia y
nunca de alternativa, han disfrutado durante décadas de
hegemonía política, cultural e ideológica. Están nerviosos y
se les nota.
Continuar definiendo la realidad en términos de
izquierda-derecha beneficia a aquellos que nunca han dejado
de poseer los dispositivos ideológicos creadores de
conciencia y consentimiento. Es por eso que la
representación del inmovilismo y el status quo no cesa en su
empeño de calificar de “comunista” (sinónimo de diablo) o
“extrema izquierda” a todo actor político contrario a las
medidas de saqueo y expolio impuestas desde la Troika y los
mercados financieros. Todo el que proteste es comunista. Y
si es comunista, lo que diga no cuenta, porque ser comunista
es malo. Si les hablas de la ilegitimidad de la deuda, te
saltan con Enver Hoxha, Stalin y los países del este. La
falta de argumentos les obliga a identificar al interlocutor
con algún tipo de “mal” que desacredite sus palabras, a
presentarle como un extremista diga lo que diga. Hablar de
izquierdistas les viene bien. Debatir sobre política, menos.
Necesitan dejar claro que aquellos que protestan no son
“personas normales”, sino “la izquierda”. Desean continuar
definiendo la actualidad en los términos que siempre les han
beneficiado y que ha llevado al pensamiento crítico a ser
algo “marginal” o “underground”, una cosa destinada a no
salir de la esfera de una intelectualidad sin ningún tipo de
poder de transformación.
Ser conscientes de esta realidad no implica dar veracidad al
mantra neoliberal, totalitario, absurdo y conservador del
“fin de las ideologías”, sino asumir la obviedad de que las
etiquetas ideológicas son útiles en tanto en cuanto sirven
para explicar algo. Que sea “la izquierda” la que protesta o
presenta medidas alternativas es cómodo para un poder que ha
sabido dar “su” significado -vacío- al término “izquierda”.
Ellos necesitan hablar de bolcheviques para ganar.
Hablémosles, sencillamente, de democracia.
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