Hace unos días, aparecieron los
cadáveres de los tres jóvenes israelíes desaparecidos. Antes
que nada, expresar mis condolencias hacia los familiares de
tres víctimas inocentes, tres nombres más en la larga lista
de vidas que el conflicto palestino-israelí se ha ido
cobrando a lo largo de muchas décadas. Expreso mis
condolencias, pero también dejo claro mi frontal rechazo
hacia la política del Estado de Israel, hacia su “respuesta”
y hacia el odio que profesan los fanáticos que piden a
gritos venganza, barbarie, muerte.
El terrorismo, siempre condenable, no aparece por arte de
magia, sino en el seno de un contexto, y es obligatorio,
para poder aportar un diagnóstico que arroje algo de luz en
lugar de bilis, tirar de historia para comprender las claves
de un problema que no surge al final de la II Guerra Mundial
como muchos creen, sino que ya existía a principios del
siglo XX. El historiador Josep Fontana lo explica así:
“La Sociedad de Naciones, en 1917 acordó, en la llamada
“declaración Balfour”, crear un “hogar nacional para el
pueblo judío en Palestina”, añadiendo que no se haría nada
“que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de
las comunidades no-judías que existen en Palestina”. A la
hora de la verdad, sin embargo, no se respetaron las
limitaciones a la inmigración judía, que atrajo oleadas de
nuevos pobladores que llegaban con la idea de que tenían
derecho al territorio entero del Israel bíblico, que Dios
había dado al pueblo elegido, y consideraban, como Golda
Meir, que “No había palestinos…no existían””
Había un acuerdo que no se respetó. Unos no querían que se
les echara de sus casas; otros creían tener la potestad de
decidir sobre una tierra que consideraban suya por derecho
divino. El terrorismo apareció, pero no de parte de barbudos
árabes.
“El terrorismo judío, protagonizado sobre todo por el Irgun
Zvai Leumi y por el Lehi, conocido también como Stern Gang,
preparaba la limpieza étnica de la tierra que los judíos
aspiraban a controlar. Poco antes de la destrucción de Jenin,
dos bombas judías explotaron en un mercado árabe del centro
de Haifa y mataron a 74 árabes; en 1938 murieron en el
territorio 77 británicos, 255 judíos y 503 civiles árabes.
Desde 1939 el terrorismo judío cobró nueva intensidad, con
tiroteos contra civiles árabes, bombas y, sobre todo, con la
voladura del hotel Rey David de Jerusalén, sede de la
administración civil y militar británicas en Palestina (…),
una operación que causó 91 muertos”.
En 1947, la ONU aprueba la resolución 181, haciendo una
división entre dos estados. Al pueblo judío, que era el 33%
de la población y poseía tan solo un 6% de la tierra, se le
otorga el 56% de un territorio en el que vivían 438.000
palestinos. A los palestinos se les otorga un 42% de la
tierra –la menos fértil- y se establece un “enclave
internacional de Jerusalén”. El presidente de los Estados
Unidos, Harry Truman, confesó haber apoyado esta operación
para contentar a su electorado sionista: “Lo siento,
caballeros, pero he de atender a cientos de miles que ansían
el triunfo de los sionistas; no tengo a centenares de miles
de árabes entre mis votantes”.
Tras esto, como no podía ser de otro modo, el conflicto se
agrava. De nuevo Fontana nos arroja luz: “El 9 de abril de
1948 (…) el Stern Gang y el Irgun hicieron una incursión en
Deir Yasin, una población con cuatrocientos habitantes
árabes. Según la declaración del delegado principal de la
Cruz Roja, que visitó la población dos días más tarde, “unos
cincuenta escaparon y estaban aún con vida; todo el resto
fue deliberadamente asesinado a sangre fría, porque, como
pude observar por mí mismo, la banda estaba admirablemente
disciplinada y actuaba de acuerdo con órdenes”. Entre los
muertos había ancianos de más de 90 años y treinta niños,
asesinados despiadadamente. La matanza fue aireada para
aterrorizar al resto de árabes. (…) El 14 de mayo de 1948,
Ben Gurión proclamó la independencia de Israel y su
soberanía sobre todos los estados de Palestina, sin hacer
caso de las particiones; a los 11 minutos de esta
proclamación, Truman se apresuraba a reconocer el nuevo
estado”. Y a los palestinos que les den.
Continuemos: “Mientras tanto, los israelíes creaban un
ejército centralizado, integrando en él los grupos
terroristas ya existentes, a la vez que proseguían la
limpieza étnica de su territorio, con masacres y
destrucciones llevadas a cabo de manera despiadada. (…) La
paz, que había de establecerse en las conversaciones
iniciadas en Lausanne a fines de abril de 1949, y en la que
los palestinos no estaban presentes, no llegó a firmarse,
ante la negativa de los israelíes a aceptar ninguna
concesión, y muy en especial el retorno de los 750.000
palestinos obligados a abandonar sus casas y sus tierras por
la violencia de la limpieza étnica. En los cincuenta años
siguientes Israel acogió a 5 millones de inmigrantes en un
estado en armas, con el más alto porcentaje de gasto militar
del mundo, que pudo subsistir económicamente gracias a las
ayudas de todo tipo de los Estados Unidos: las mayores que
cualquier país haya recibido de otro a lo largo de la
historia”.
Desde entonces, Israel, con el beneplácito de su aliado,
Estados Unidos, ha ido asfixiando al pueblo palestino.
Ocupaciones, muros, privatizaciones. Mientras en el armado
Israel se disfruta de una vida digna, los niños de Gaza
juegan entre ruinas. El 21 de marzo, el relator especial de
la ONU para Palestina ocupada, Richard Falk, exigía el fin
de los asentamientos y de la violación de Derechos Humanos
que Israel comete a diario contra Palestina. Más de 1.000
niños palestinos han muerto a manos del Ejército israelí
desde el año 2000 y, según Unicef, unos 700 de 12 a 17 años
son detenidos, interrogados, encarcelados y maltratados cada
año. Diez activistas de la “Flotilla de Gaza” fueron
asesinados cuando pretendían romper el bloqueo impuesto por
Israel para llevar ayuda humanitaria a la Franja.
Todos estos datos no dañan la sensibilidad de aquellos que
hoy piden venganza y aplauden los bombardeos sobre el
castigado pueblo de Palestina. Se apoyan en un supuesto
complot mediático antisemita, cuando ocurre todo lo
contrario: por todos es sabido el poder del sionismo en la
industria de Hollywood y los medios de comunicación. El malo
en la tele siempre es el árabe, el terrorista es el árabe,
el fanático es el árabe, el enemigo público es el árabe.
Hablar de antisemitismo para catalogar a quienes denuncian
la masacre contra el pueblo palestino es faltar al respeto a
todas las víctimas del Holocausto, una reacción miserable
sólo propia de aquel que vive alrededor de su ombligo, de
aquel a quien no le importa el dolor ajeno y sólo alza la
voz cuando son los suyos los que sufren, de aquel que
considera la crítica como ataque personal y sólo sabe
recurrir al insulto más zafio. Igual que hablar mal del PP
es ser ETA, hablar mal de Israel es ser nazi. Trucos de
artificio de quienes saben que no llevan la razón. Nadie
critica a ninguna religión, sino a las políticas bélicas de
un estado que llama terroristas a quienes lanzan cohetes
mientras que arrasar casas y colegios con bombardeos es
denominado “acción militar”.
El fanatismo ciega. El racismo también. Que ciertas
comunidades judías apoyen al estado de Israel puede ser
considerado normal si tenemos en cuenta los parámetros
religiosos e irracionales por los que miden el conflicto,
dando igual quien tiene la razón, importando sólo el
aplastamiento de un contrario declarado enemigo
irreconciliable. Lo verdaderamente patético es observar la
defensa del estado de Israel que muchos, ni judíos ni
árabes, enarbolan fervientemente. No les hace falta saber
nada. El malo, por naturaleza, es “el moro”.
|