La década de los sesenta fue una de las épocas doradas de la
juventud ceutí, con un fuerte incremento de las actividades
culturales, deportivas y sociales pero no políticas. En
política sólo nos estaba permitido entrar por el Frente de
Juventudes al mundo de aquel Movimiento Nacional.
Esta sección de la Falange Española Tradicionalista y de las
J.O.N.S., fue creada por el régimen de Franco en 1940 para
el encuadramiento y adoctrinamiento político de los jóvenes
según los principios del Movimiento Nacional… o sea un
auténtico lavado de cerebro estilo Juventudes Hitlerianas.
El local del Frente de Juventudes estaba ubicado en la calle
Fernández, paralela a la calle Teniente Pacheco, donde yo
residía por aquel entonces, el jefe era Pepe Benítez. Entré
en el Frente, aunque jamás me puse el uniforme de Flechas,
Pelayos ni la madre que los parió, por decisión familiar en
unos momentos de crisis de identidad cuando estaba dando
paso a la adolescencia.
En el equipo de fútbol juvenil del Frente de Juventudes, C.D.
San Fernando, inicié mi vida deportiva enfrentándome al
Ceuta y recibiendo la única mayor goleada de toda mi vida
como guardameta: nos metieron 9 goles, con un enorme Pirri
en plan matón.
Los fines de semana solíamos salir a pasear por el epicentro
cultural de la juventud de aquellos tiempos: la calle del
Generalísimo Franco, más conocida como Paseo de las
Palmeras.
Con 13, 14, 15, 16 y 17 años salíamos a pasear vestidos con
traje y corbata pero con apenas un duro (5 pesetas) en el
bolsillo que solíamos gastar en pipas, ‘chochos’
(altramuces) y demás. Eran unos fines de semana en que las
chicas se emperifollaban, perdón por la palabrita, de manera
exquisita en sana rivalidad por ver quién era la más guapa y
todas soportaban los piropos que solían soltarse entonces y
que sólo levantaban sonrisas arreboladas y risitas
nerviosillas.
Hoy en día, hacer lo que hacíamos en aquellos tiempos, decir
piropos, se salda con denuncias por machismo engreído
derivado en agresiones psicológicas, ¿no te jode?
Desde la entrada al viejo puerto de pescadores hasta el
puente del Cristo una auténtica marea humana cruzaba el
paseo en ida y vuelta tantas veces hasta que anochecía.
No pocos amores surgieron en esas idas y venidas aderezadas
por el trasiego de reclutas que emanaban ese típico hedor de
cuerpos sudados encerrados en toscos uniformes de basto
tejido y botas espeluznantes que, aunque bien lustradas,
soltaban un vaporcillo que formaban una burbuja defensiva
alrededor suyo. Uno de esos amores, el mío, surgió… de
verdad que no tengo ni idea de cómo surgió.
Era una chica preciosa, pizpireta y muy recatada. Con una
carita un poco pecosa y decorada con unos ojazos tremendos
que me dejaba prendido y perdido. Eran unos paseos castos,
encuentros silenciosos, miradas muy expresivas que… acabó
abruptamente sin que, hasta ahora, sepa cómo pasó.
Solo recuerdo que tuve una seria pelea con uno de los chicos
de la pandilla de mi calle y desde ese momento dejé de
verla. Por aquella pelea recibí una tremenda reprimenda de
mis padres, más que nada por haber dejado malparado al chico
que además era vecino nuestro.
No deseo entrar en detalles de lo que ocurrió, pero desde
aquel momento siempre he tenido en mente a aquella chica por
ser el primer amor no confesado por ninguno de los dos que,
imagino, tuve en aquel despertar a la juventud desde la
infancia.
Cada vez que regresaba a Ceuta, ya mayor, daba largos paseos
por las calles y zonas donde estuvimos, con la esperanza de
volver a encontrarla y, al menos intercambiar unas palabras.
Jamás conseguí dar con ella ni nadie me habló del tema.
Desde aquel momento el karma que rodea mi espíritu está
basado en que si tengo la libertad para elegir entre el bien
y el mal, tengo que asumir las consecuencias que se deriven.
Y bien dolorosa resulta esa consecuencia de no haber hecho
caso a mi corazón y persistir en aquel momento que podía
haber resuelto mi futuro.
En fin, la vida da tantas vueltas como los paseos que
dábamos en aquel Paseo de las Palmeras inolvidable, bajo la
atenta mirada pétrea y severa del Coronel González Tablas
que, desde lo alto de su pedestal, parecía enfadarse por las
tonterías de los reclutas.
El resultado de aquellos paseos de fines de semana fue que
mis padres se empeñaron en cambiarme mis hábitos sociales y
meterme en los bailes del Casino Militar, bailes que no me
entusiasmaban por tener que cumplir unas etiquetas contra
las que me rebelaba.
Unos chicos petimetres, engreídos con una aureola de Varón
Dandy flotando alrededor de sus cuerpos y unas chicas de
punta en blanco con vapores de la Maja de Goya que mareaban
y que no hacían otra cosa que hablar de sus bordados y sus
caballos de la Hípica.
No bailé con ninguna de esas chicas, y de verdad que muchas
eran preciosas, porque entonces tenía una especie de desazón
sin tener razón alguna. Miento, bailé con una beldad, hija
de uno de los más poderosos comerciantes de la ciudad, pero
era prima de una de mis primas… eso bastó para que siguiera
encerrado en mi caparazón.
Me habían hecho salir del grupo de mis amigas y amigos, del
entorno social en que mejor me encontraba para adentrarme en
un océano de seres encopetados y altivos. Rebelarse contra
ello, en aquellos tiempos, era muy duro. La férrea
disciplina familiar atemorizaba realmente y no daba opciones
al libre albedrio.
Así perdí a aquella chica, aunque verdaderamente no recuerdo
el cómo ni el porqué. Pero si algo quiero decirle, este algo
es: si fue un amor perdido, si como dicen que es cierto que
vives dichosa, quizás esos otros besos te den la fortuna que
yo no te di...
He vuelto al Paseo de las Palmeras. Ha perdido el encanto de
aquellos tiempos y lo he encontrado más frío y con menos
temperamento.
Ya sabemos que es la primera calle importante de la ciudad
que nos encontramos cuando desembarcamos y su extensión
sigue siendo la misma aunque con algunos nombres cambiados.
Tropezarse con ese Baluarte de los Mallorquines, con esa
especie de puerta, que han dado en llamar Puerta de Santa
María, llena a uno de fuerte desazón y le hace creer que se
ha equivocado de Ciudad. Ya realicé una crítica en el
periódico sobre esta obra arquitectónica que ha roto el
encantamiento del Puente del Cristo en una atroz acometida
de pico y pala.
En el paseo una especie de mirador, son cinco, están
ocupados por bustos de bronce, obras de Serrán Pagán, cuanto
antes sus lugares lo ocupaban parejas de enamorados.
Como ya comenté en mi artículo, la idea de esa monstruosidad
arquitectónica rompe por completo la armonía del entorno y
choca estridentemente con las viejas piedras de las murallas
del foso. Podían haberlo hecho mejor.
La transformación del paseo rompe con la idea que tenía del
mismo, la muralla árabe y portuguesa que lo soporta deja en
el olvido aquellos soportales que daban encanto y misterio
al mismo, por culpa del afán de hacerlo más moderno y menos
llamativo.
Pero como todo pasa, pasaron aquellos tiempos de los paseos
de enamorados y de las antiguas construcciones como el Hotel
Atlante, hoy desaparecido, y la aparición de nuevos
edificios como son el de los Atlantes y el Corona.
Paseo desangelado éste, el que doy sin ella por el Paseo de
la Palmeras, perdido entre gentes que anulan esa visión del
amor bajo su olvido. Solamente he pasado algo así, tal vez,
como diez minutos con el amor de mi vida y miles de horas
pensando en ella.
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