Volvamos a las raíces. Somos hijos
de la música del tiempo. Herederos de un universo que habla
de nosotros. Ciertamente tenemos que armonizar sintonías.
Rehacer nuestro propio arraigo con el entorno. Inventarnos
lenguajes más armónicos. Abandonar lo que nos destruye como
personas. Hay un mundo interior desconocido. Una atmósfera
que va más allá de las palabras. Una mística que tiene su
propia liturgia ajena a todo sentimiento de superioridad o
de dominio. Todos, en el fondo, tenemos una misión que
cumplir. No lo podemos hacer en solitario. Busquemos puntos
de referencia, referentes, para recomponer tantas unidades
rotas, destrozadas, hundidas. Indudablemente, hemos de
volver al corazón de las cosas, a dejarnos sorprender por su
poesía. Este es el auténtico desvelo que debemos avivar, y
no el de la acumulación de las riquezas en manos de unos
pocos. Me niego a que me impongan el yugo de la esclavitud.
Reflexionemos. Sé que no es fácil determinar los derechos y
las obligaciones de cada cual, de los que aportan el capital
y de lo que ponen el trabajo, máxime en un mundo tan
complejo. Por eso, hoy más que nunca la ciudadanía demanda
con toda razón que los derechos humanos se apliquen en todo
el mundo, frente a cualquier otro interés de poder.
La corrupción desde siempre ha estado al alcance de la mano.
Hay una podredumbre que todo lo corrompe. ¿Quién no se ha
sentido Dios alguna vez?. Si tomásemos las raíces de nuestra
existencia primera, tomaríamos con más ilusión el ayudar a
los demás, en lugar de servirnos de su miseria. Necesitamos
transformarnos, recuperar la conciencia solidaria, el
carácter humano y universal de lo creado, salir al encuentro
del despojado, hacer memoria de la vida pasada, crecer hasta
convertirse en una verdadera luz. Cualquier ser humano se
merece un horizonte por el que caminar sin desesperación.
Tenemos que dejarnos conducir menos por el poder y más por
la brisa suave de nuestras habitaciones interiores. Es
saludable escucharse para poder tomar el camino acertado.
Busquemos el silencio como un proceso creativo. En un asunto
de discernimiento, hasta la soledad deseada es la mejor
compañía. Desde luego, necesitamos volver a empezar en
tantas cosas. La originalidad consiste en volver al
comienzo, a la simplicidad de las primeras soluciones. No
olvidemos que pasamos de lo dicho a lo contradicho con una
facilidad prodigiosa, y aunque lo que ha sido, hoy ya no es,
vale la pena persistir, reanudar, emprender. No vayamos al
mar sin estrella que nos oriente, ni por la tierra caminemos
sin libro que nos cautive.
Ahora que el mundo de la cultura llora la pérdida de quien
fue creadora de un universo mágico, la novelista española
Ana María Matute (Premio Cervantes 2010), precisamente,
llevaba consigo esta consigna: “el que no inventa, no vive”.
Efectivamente, necesitamos reinventarnos a nosotros mismos,
para hacernos las mismas preguntas que nuestros antepasados.
¿Realmente quién soy yo? Necesitamos retomar la autenticidad
para ser creíbles, para poder aproximarnos unos a otros con
esa palabra verdadera que Matute sembró con verdadera
lucidez. Sabemos que el faro salvador de muchas de sus
tormentas fue la literatura, una verdadera expedición de
búsqueda hacia la verdad. Lo hizo con arte, con el arte de
la palabra. Ella, la gran heroína de la fantasía, siempre se
hizo cargo de sí misma. Acaba de legarnos su última lección
a los quedamos por estos rincones visibles, el reflejo de
una plenitud personal. Cada vez que las facultades humanas
alcanzan esa integridad, tanto en el hacer como en el decir,
algo que Ana María Matute irradiaba a través sus fascinantes
historias, todo se convierte en inspiración, en algo
perenne, del tiempo y para todo tiempo. Seamos, pues,
pacientes a la hora de entroncarnos a las raíces, y
hagámoslo con el amor suficiente para no marchitar ninguna
rama del árbol de la especie humana. Todas son necesarias
para iluminar la vida.
|