En la última semana hemos asistido
a dos dimisiones de otros cargos políticos del Gobierno de
la Ciudad. Un hecho que, con independencia de las razones
que las han motivado, bien conocidas en su orígen, nudo y
desenlace, hay que alabar la decisión de sus protagonistas
en un país en el que pocos dimite, pase lo que pase, y
cuando son tantos los que se aferran a los cargos, pese a
que las cargas en alguna ocasión les impelen a adoptar esta
decisión de abandonar en un loable ejercicio de
responsabilidad pública y personal.
Se requieren arrestos y firmeza para asumir errores y
marcharse, porque el ejercicio de la función pública entraña
responsabilidad y respuesta a cualquier error que ha de
“pagarse” políticamente con la dimisión o el cese. En los
casos a los que nos referimos, han sido los propios
protagonistas quienes han optado por ejercer su derecho a la
renuncia, lo que hay que valorar como un ejercicio de
higiene política inusual en las circunstancias habituales de
la política ceutí.
Sin entrar en la razones que motivaron la marcha de ambos
políticos, éstos han abierto el camino que no han de perder
de vista quienes, en circunstancias similares, pudieran
verse en una situación parecida. Hay que reconocerles, a
quienes ejercen la depuración de sus actuaciones por la vía
de la dimisión, el ejemplo de cómo pagar los errores y el
precio político que conlleva. Bien es sabido que, en
política está la ética y la estética, lo que significa que
no siempre una conducta, sin ser delictiva o merecedora de
la aplicación del Código Penal, es políticamente correcta o
asumible, desde un punto de vista moral. Los comportamientos
se sitúan en un ámbito que puede ir mucho más allá de una
mera cuestión de conciencia o manos limpias.
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