Aprietan los vendavales de fuego,
siempre alentados arbitrariamente, por doquier rincón del
planeta. Las llamas del caos son tan acusadas por algunos
caminos, que se necesitan aguadores para refrescarnos el
alma. Sería bueno sosegarse y evolucionar hacia horizontes
más armónicos. Parece que cada día cuesta más ser personas
de paz, como si no tuviésemos la voluntad de lograrla.
Sabemos lo que hay que hacer, pero nos cuesta ponernos
decididamente en la piel de los demás. La mentira nos domina
y aborrega, cuestión que repercute en una mayor dificultad
para que podamos establecer la solidaria ruta del
desprendimiento. La gente siente la maldita desigualdad como
la mayor inmoralidad de todos los tiempos. Y aunque es
cierto que la armonía está en cada ser humano, puesto que es
desde los interiores del corazón cómo nos fraternizamos,
esta inseguridad de no poder salir de la pobreza nos
sobrepasa, y también nos sobrecoge. De pronto, parece como
si todo se hubiese estancado en la noria de la necedad y el
disparate. Lo que genera una violencia tremenda que raya la
desesperación ciudadana.
Ante este panorama de salvajismos que nos circunda y que nos
lleva a una esclavitud sin precedentes, las organizaciones
internacionales deberían adoptar un protocolo mundial
jurídicamente vinculante para prevenir este tipo de
desórdenes, que nos llevan a una deshumanización total.
Considerables regiones del planeta están envueltas en
tensiones crecientes, en luchas sin sentido, atrapadas por
la espiral de la sinrazón. En tiempos tan feroces como
insensibles, se hace necesario una movilización de las
personas para llegar a acuerdos conciliadores.
Reconozcámonos como ciudadanos de pensamiento, como
pobladores creativos al servicio del bien, como habitantes
crecidos en la generosidad y desbordados por el amor. Sin
duda, tenemos que redoblar los esfuerzos y las iniciativas
para crear un desarrollo equilibrado. Son tantas cosas las
que tenemos en común, las que nos unen, que no tiene sentido
activar las discordias. A este respecto, si es fundamental
sentir el mundo globalizado como nuestra casa común, es
esencial asimismo abrigar a sus moradores como parte de
nuestra tronco familiar.
Y ciertamente, se acrecienta este espíritu de familia,
cuando hay una auténtica experiencia de hermanamiento, o
sea, cuando a nadie le falta lo necesario y el patrimonio
familiar se administra sin derroches y con equidad. De lo
contrario, surgen las luchas. No ha de sorprender, pues, que
se considere particularmente intolerable la violencia
cometida dentro de la propia familia. El clima de
rivalidades es tan fuerte, que pienso en la necesidad
urgente de avivar el camino del encuentro, superando
cualquier ciega confrontación. Sabemos por Naciones Unidas
que, actualmente, más de 116.000 efectivos de personal de
las Naciones Unidas, de más de un centenar de países,
trabajan en diversas operaciones de mantenimiento de la paz.
También, nos consta, que multitud de voluntarios se donan a
diario como aguadores de sosiego en un mundo prendido de
crueldades. Su donación es tal que su testimonio vale la
pena recordarlo, y así, coincidiendo con el día
internacional del personal de paz de la ONU (29 de mayo), el
Consejo de Seguridad acaba de instituir en este mes la
medalla Capitán Mbaye Diagne, en homenaje a un integrante
senegalés no armado del personal de mantenimiento de la paz
que perdió su vida después de haber salvado a unas mil
personas durante el genocidio de Rwanda de 1994. Con esta
distinción se rinde recuerdo a la valentía excepcional del
personal de las Naciones Unidas, y a tantos otros mártires
de los colectivos asociativos.
Desde luego, estos ejemplos altruistas de personas han de
servirnos para renovar las fuerzas en favor del cambio hacia
un futuro más tranquilo. La labor de estos héroes caídos no
puede olvidarse, son la referencia y el referente para
construir, desde la vida que a cada uno nos ha tocado vivir,
espacios de concordia. Por desgracia, caminamos en conflicto
permanente, a veces consigo mismo. Como si fuese algo
normal, sembramos el desorden, esparcimos rencores que se
clavan en miradas inocentes, y atravesamos la necedad más
horrenda, a través de nuestro permanente egoísmo, lo que nos
llena de ilógicas actitudes que nos martirizan a todos. La
familia humana tiene que aprender a convivir, a gobernarse
en conjunto por el bien social, a mantener el compromiso de
la gratuidad como valor. El lenguaje familiar es un lenguaje
que sosiega. Sin embargo, somos pura contradicción. Jamás
hubo tantas armas, y sin embargo, la inseguridad es aún
mayor. No se trata, pues, de dotarse armamentísticamente,
sino de dotarse humanamente. Además, no sólo hay que reparar
las injusticias, hay que trabajar para que no existan. De
ahí, la importancia de los aguadores de paz para ofrecer la
esperanza perdida y que retorne la calma a los caminos de la
vida. No tiene sentido la lucha de unos contra otras, contra
su misma especie, es hora de despertar con otras actitudes
más comprensivas que posibiliten la unión entre semejantes.
Por ello, mujeres y hombres como sensibles aguadores de paz,
estamos llamados a proteger y promover los derechos humanos,
el restablecimiento del estado de derecho, y a solventar
cualquier agitación que se produzca con la asistencia
debida. Si en verdad amamos la paz, dejémonos guiar por su
quietud hasta convertirla en un deber. Sólo así será
posible. Tenemos que ponerle empeño, lo que requiere una
fuerte dosis de valentía. En cualquier caso, todos estamos
llamados a confluir en la autenticidad de las cosas, desde
la más íntima exploración personal, para que pueda brotar el
verdadero respeto a la vida humana, a cualquier existencia
por desgarradora que sea. Evidentemente, la rehabilitación
es viable cuando en la fase del proceso de atención se
devuelve a la persona su propia extensión vital, para que
pueda sentirse bien. De este modo, el objetivo del personal
de paz de Naciones Unidas, o de cualquier otra organización
que trabaje por la armonía en el planeta, aparte de sus
tareas encomendadas, se encamina a crear el medio armónico
preciso para que la gente pueda retornar a la vida normal.
Todos, por consiguiente, debemos ser aguadores de paz ante
el fuego de las injusticias. Las hogueras en el planeta son
cada día más feroces. Hemos de seguir, en consecuencia,
esforzándonos, al igual que lo hicieron esos valientes
integrantes de operaciones de mantenimiento de paz que nos
precedieron, haciendo todo lo que esté en nuestras manos por
salvar existencias, forjando nuevos amaneceres mucho más
armónicos. Por tanto, hace falta tener la convicción de que
la armonía no es algo utópico, sino algo realizable, que
dimana de la interpelación personal de la convivencia
humana. Este interrogarse cada día, nos enseña lo
fundamental que es reflexionar para no desviarnos del camino
de la felicidad. Sin duda, la paz depende de cada uno de
nosotros. Estoy convencido de que si esta idea penetrase en
el pensamiento de las nuevas generaciones, el mundo
verdaderamente cambiaría. Aun existe hoy una tentación
tremendamente confusa de que la paz es la simple ausencia de
guerra. No es así, puesto que la verdadera paz no se impone,
se cultiva con fuertes dosis de entendimiento, y no a través
de la fuerza, sino de la comprensión. Comprender, ya se
sabe, es el principio de AMAR.
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