Para desgracia nuestra hemos
convertido el término abuso en un permanente diario que
mortifica nuestras vidas. Lo hemos normalizado tanto que la
siembra abusiva (de autoridad, de confianza, de derecho,
sexual, económica...) ha espigado con fuerza y va camino de
dejarnos sin lenguaje. Los privilegios se confunden con las
arbitrariedades, porque al poder no hay poder alguno que le
detenga, y ante la mundanal confusión hasta los mismos
sentimientos yacen entumecidos. Esto pasa por permitir que
la soberanía sirva al interés de unos pocos, con una
soberbia desmedida mezclada con una abundante dosis de
ingratitud y envida, lo que genera un clima de corrupción
que nos degenera y corrompe a toda la sociedad. Lo mismo
sucede con el abuso de confianza, aprovechando que la
víctima le concede el uso o la tenencia de dicho bien, se
produce una apropiación indebida. En idéntico marco suele
crecerse (y recrearse) el titular de un derecho subjetivo,
que en su ejercicio resulta contrario a la buena fe, la
moral, las buenas costumbres o los fines sociales y
económicos del Derecho. Igualmente ocurre con el uso
incorrecto de otra persona para propósitos sexuales, o
cuando una de las dos partes implicadas en una pareja tiene
control sobre la otra en el acceso a los recursos
económicos, lo que disminuye la capacidad de la víctima de
mantenerse a sí misma y la obliga a depender financieramente
del ejecutor. Podríamos continuar con la lista de excesos,
máxime en una época de engaño universal, pero realmente
pienso que por mucho que queramos disimular la falsedad y
disfrazar los designios, al final la verdad -como ha dicho
Antonio Machado- es lo que es, y sigue siendo verdad aunque
se piense al revés.
No podemos, en consecuencia, por menos que incitar a
presentar la autenticidad de las cosas, a promover el bien
social, aunque nos cueste. Muchas veces devoramos de un
sorbo la farsa que nos halaga, mientras bebemos gota a gota
la realidad que nos amarga. Por desgracia, la evidencia de
un auténtico sembrador de verbos no suele coincidir con el
vocerío de quienes reparten el oro, con lo cual suele
cometerse un descarado abuso contra la ignorancia y la
inocencia, hecho que es absolutamente reprobable. Junto a
esta riada de fraudes, debe necesariamente brotar la unión
de las inteligencias, de los espíritus, de las acciones. Sin
duda, debemos reaccionar ante estos injustos engaños, que lo
único que van a generar son más discordias y desacuerdos. No
es de recibo tener en un pedestal a un abusador que utiliza
su mayor rango como ventaja sobre el abusado, poniendo a la
víctima en un estado de sumisión incuestionable a la
autoridad. En este sentido, una de las mayores tareas de los
gobiernos y de las economías es precisamente el uso más
eficaz de los recursos, no el abuso, teniendo presente que
el concepto de eficiencia no es axiológicamente neutral.
Esto exige que la sociedad actual revise seriamente su modo
de actuar, también su manera de proceder, conjuntando un
estilo de buen vivir en comunidad, a tenor de lo cual la
búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien es
primordial para las relaciones humanas. Lo acaba de decir
con extraordinaria fuerza el Papa Francisco, sí con nuestros
abusos “destruimos la creación, la creación nos destruirá a
nosotros. ¡Nunca lo olvidéis!”.
Indudablemente, todos estos abusos terminan pasando factura
muchas veces a personas inocentes que no han causado daño
alguno. Por consiguiente, tan importante como custodiar la
naturaleza es también proteger a las personas, preocuparse
(y ocuparse) por todos, especialmente por los más
indefensos. Ciertamente, todo sería mejorable si actuásemos
con la suficiente libertad de juicio y ejercicio,
oponiéndonos a las medias verdades de antemano establecidas.
Para más dolor, cohabita el abuso dialéctico de la palabra y
la ostentosa dominación de algunos, que nos dejan sin
aliento, al observar un creciente incremento de explotación
y abuso en los últimos tiempos, no en vano en toda sociedad
como la presente, no todo se sabe, pero sí todo se dice. Al
fin, siempre nos queda un último soplo, el de la ilusión a
pesar de las adversidades. Sea como fuere, necesitamos de
una convicción que ha de ser conquistada comunitariamente,
para que tenga su efecto liberador y no caiga en la fuerza
desmedida de sus propias facultades, lo que exige un amor
verdadero lejos de cualquier cinismo de poder. Tengo el
convencimiento, pues, de que la sociedad próxima tomará
conciencia de que si nos interesamos los unos por los otros,
tenemos la fórmula segura para la felicidad.
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