En su “Breve historia del
neoliberalismo”, David Harvey nos dice que, hoy día, el
presidente Franklin D.Roosevelt sería tachado de extremista.
Sus políticas basadas en la protección del sector público y
la demanda agregada eran hegemónicas entonces, pero tras los
años 70 y el giro a la derecha de la política internacional,
hasta un antiguo presidente de la mayor potencia capitalista
del mundo sería susceptible de quedar relegado al infierno
de la historia de los radicales, locos y utópicos, de los
“demonios rojos”.
El centro político es lo único aceptable en nuestros días,
más hacia la izquierda o más hacia la derecha, pero siempre
en el centro, siempre en lo anodino, siempre en lo fácil,
siempre en la nada, siempre en ese centro que desde la época
de Roosevelt hasta el relativismo postmoderno que nos domina
hoy ha ido menguando hasta el extremo de hacer imposible la
diferenciación entre las distintas variantes de su interior.
Cualquier idea de transformación de la realidad, cualquier
idea fuera del marco centrista, es extremismo. Roosevelt era
extremista. Martin Luther King era extremista. Gandhi era
extremista. Clement Attlee era extremista.
El centro no sólo se ha hegemonizado y reducido, sino que se
ha desplazado hacia la derecha. Lo que antes era extrema
derecha, hoy es derecha. Lo que antes era derecha, hoy es
centro, algo que nos traslada a la criminalización del
pensamiento de izquierdas real. Ser de izquierdas, en mi
opinión, es ir a la raíz de los problemas, hacer lo
contrario que el Gobierno de Rajoy, que tras las noticias de
que los hurtos en los supermercados han crecido, pretende
endurecer el Código Penal.
Lo coherente, desde un punto de vista opuesto, el de
izquierdas, sería buscar el motivo por el cual cada vez más
gente roba latas de sardinas, declarar la guerra a la
pobreza, nunca a los pobres. Solucionar los problemas, no
encerrarlos. Hablar de este tipo de cosas es estar en la
extrema izquierda. Es ser un extremista…y es el extremismo
que fomenta el odio y el enfrentamiento, frente a un
supuesto centro “apolítico” cordial y amistoso, lo que hay
que evitar a toda costa. Igual que la culpa de que Ángel
Carromero fuese a Cuba con menos puntos que Farruquito en el
carné era de Fidel Castro y los comunistas cubanos, la culpa
de que una ex del Partido Popular asesine a otra miembro del
Partido Popular es de una izquierda española que odia mucho
y que se encuentra empapada de un guerracivilismo que nos
retrotrae a 1936. Porque claro, en el relato construido por
esa derecha llamada centro, la Guerra Civil no fue el
producto de que la banca financiara, en alianza con los
grandes terratenientes del campo y la Iglesia Católica, un
golpe de Estado militar que blindase sus privilegios, sino
el fruto del apasionado temperamento de los españoles. Cosa
del carácter latino.
Es lo que tiene el extremo centro: ofrecer explicaciones
epidérmicas e incomplejas, reducir la política a la mera
gestión de lo existente y catalogar de extremista a todo
aquel que ose abordar los problemas desde otra óptica. Es la
consecuencia de ese famoso espíritu de la Transición
resumido en la frase de Alfonso Guerra: “A mi izquierda, el
abismo”. Como ya dije en mi último artículo, tras el
asesinato de Isabel Carrasco, Pablo Iglesias, después de
expresar sus condolencias y su confianza en la actuación de
la Justicia, decidió recordar los suicidios motivados por la
política de desahucios, siendo muy criticado por ello.
En Facebook, pude leer una de las críticas. “Mal nacido”,
“Asqueroso”, “Hijo de puta”, “Nazi” y “etarra” eran los
cinco adjetivos que, en apenas un par de líneas, empleaba
uno de los indignados. Poco después me comunicaban que el
susodicho era un agente de la ley de mi ciudad,
probablemente, uno de esos que verá con buenos ojos la
intención del Gobierno de endurecer la vigilancia en las
redes sociales. Sin duda, un tipo de centro.
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