Este mundo globalizado requiere de
otros discursos, de otras realidades que dejen de incitar al
odio, de otras situaciones menos violentas, y también de
otros referentes más fraternos. Hemos de reconocer (y
conocer) que vivimos un tiempo verdaderamente preocupante,
lo que nos exige una inaplazable reflexión como especie
pensante, ante la inmensidad de males que nos envuelven. Por
una parte, aprovechamos cualquier circunstancia para
perjudicar a los demás. Por desgracia, generalmente
activamos antes la discordia que la concordia. Provocamos
más que aplacamos. También solemos ser más agitadores que
pacifistas. Asimismo, nos ensamblamos antes para compartir
una venganza que para vivir una reconciliación. Realmente,
no se entiende esta ceguera que raya la terquedad más
absurda.
Andamos tan aborregados que apenas tenemos un momento para
recapacitar. Uno ha de ser lo que quiera ser sin fastidiar
al otro. Por desdicha, hace tiempo que lo hemos confiado
todo al fanatismo de los que mueven los hilos del poder, que
en lugar de construir, más bien lo destruyen de cabo a rabo
todo, porque sus simientes son de rencor. El resentimiento
es tan fuerte que la atmosfera está desbordada por el
desprecio de tantos corazones que no sienten, nada más que
avaricia y orgullo. Esta mezcla explosiva nos ha devaluado
como seres humanos. Apenas valemos nada en los circuitos de
esta mundana existencia, cada día más desalmada, sin
espiritualidad alguna, bestialmente degradada hasta el
extremo de no querernos ni a nosotros mismos.
Estoy convencido de que todas las contiendas comienzan en el
interior de uno mismo, no en los campos de batalla, en los
corazones de las personas. Tenemos que empezar a celebrar la
generosidad de los que sirven a la ciudadanía, a sus
semejantes, en lugar de glorificar a las autoridades. Los
fanáticos sigue soñando con esa sensación de superioridad.
Son intolerantes, altaneros e intransigentes. No admiten
otros modos y maneras de convivir. Están seguros de llevar
la razón siempre. Ellos mismos se consideran la conciencia
del mundo. ¿Habrá necedad mayor? Esta forma de proceder
resulta estúpida, pero ahí está, oponiéndose a la liberación
ciudadana.
Ciertamente, necesitamos ser liberados de tantas ataduras y
reiniciar una historia nueva, donde nadie pueda ser reducido
al rango de cosa y donde todos podamos compartir cuando
menos una sana sonrisa, que nos lleve a concebir nuevas
formas de pensar. Si en verdad queremos transformar las
sociedades, nos incumbe a esta generación mantener viva la
diversidad de culturas y aprender a obrar unidos para
generar la transformación. Hagamos del ser humano, una
prioridad ahora mismo, habite donde habite. Lo fundamental
es tomar como abecedario el sentido de gratuidad, puesto que
lo que necesitamos es una mayor cooperación a nivel global.
No cabe duda, de que estas desproporciones económicas
actuales, entorpecen el lenguaje del alma, dañando
seriamente la convivencia entre culturas.
Indudablemente, esta atmósfera de odios se acrecienta con
cultivos ilícitos, como la exclusión y otros desórdenes que
nos dejan al borde del caos. Fríamente, causa espanto esta
falsa solidaridad propiciada desde el reino de los
poderosos. Lo que hay que impulsar son otros entusiasmos más
auténticos, más de donación, más de compartir y colaborar.
En todo caso, el contexto del mundo presente pone de
manifiesto múltiples amenazas, pero está en nuestras manos,
en las manos de todos, optar por la armonía o la enemistad,
elegir entre el avance o el retroceso, o escoger entre la
libertad y la esclavitud. Esto exige que nos ocupemos (y
preocupemos) por el ocaso de tantos valores fundamentales.
Por consiguiente, no son de recibo determinados juegos que
nos deshumanizan, hasta el punto de dejarnos insensibles
ante la siembra de males.
Naturalmente, para combatir tantas dolencias terroríficas
hace falta ganarnos los corazones y las mentes de las
personas. Gandhi, por ejemplo, demostró el poder de oponerse
a la opresión, la injusticia y el odio de manera pacífica.
Su ejemplo ha inspirado a muchas otras personas que hicieron
historia, como Martin Luther King Jr., Václav Havel,
Rigoberta Menchú Tum y Nelson Mandela. Efectivamente, ellos
nos encomendaron a cada uno de nosotros, a través de sus
humanas actuaciones, que sosegáramos la atmosfera de
inquinas, defendiéramos la dignidad de cada ciudadano, y
trabajáramos en beneficio de un mundo en el que la
ciudadanía, cualquiera que sea su creencia o cultura, para
que pueda convivir sobre la base de la unidad y de la unión,
realidad que se sustenta con el respeto y la equidad.
Tanto la clemencia como la compasión, legítimamente
humanista, en cierto sentido es la más perfecta
representación de la igualdad entre los seres humanos y, por
tanto, asimismo el símbolo más perfecto de la justicia, en
cuanto también ésta, dentro de su ámbito, mira al mismo
resultado. En consecuencia, conocedores que la desigualdad
es el problema capital que define nuestro tiempo, junto a
ello, además cuando falla la consideración hacia el
semejante, la violencia toma posiciones para imponer sus
criterios y hasta sus maneras de pensar. Por eso, se
necesita valor para hacer frente a esta amargura de
atrocidades, que a veces nos vienen impuestas por la
discriminación y la brutalidad que nos circunda, pero que
hay que apartarse del conflicto y adoptar una postura
comprensiva. La barbarie puede ser contagiosa, pero también
puede serlo la cortesía. Es cuestión de sensatez, de saber
guiarnos por el imperativo de no causar daños a los seres
humanos ni al planeta. A lo mejor tenemos que amar lo que es
digno de ser querido y aborrecer lo que es abominable; pero
para ello, inevitablemente, hace falta tener un recto
criterio para diferenciar entre lo uno y lo otro.
Ahora que andamos tan afanados en la cultura del olvido y
queremos poner candados en los buscadores de Internet, por
si acaso dañan nuestra imagen al reflejar nuestras
atormentadas andanzas del pasado, convendría recapitular
movimientos, practicar más el abrazo como buenos vecinos, y
poner en práctica la resolución de conflictos por medios
pacíficos, derribando fronteras y levantando puentes entre
culturas, combatiendo el odio y el extremismo entre humanos,
acordando entre todos, derrotar la inhumanidad, y, así,
poder restaurar el sentido de familia humana, huyendo de los
odios y de los desenfrenados deseos de riquezas. Al final,
lo que debiera sostenernos, sabiendo que nunca es seguro la
alianza con un opulento y que sólo se puede respirar
libremente en una armónica atmósfera, es el esfuerzo común
por vencer el egoísmo y el abuso, el resentimiento y la
intimidación, y por aprender de lo vivido, que la avenencia
sin ecuanimidad tampoco genera una verdadera coalición.
Dicho queda.
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