Mientras que en España nos venden
la moto de que para salir de la crisis debemos trabajar más
y cobrar menos en peores condiciones, Suecia aprueba la
jornada laboral de seis horas sin reducción de salario, no
siendo, por otro lado, el país nórdico el primero que en las
últimas décadas se atreve a dar un paso semejante en Europa.
Eduardo Galeano escribe lo siguiente en “Los hijos de los
días”:
En 1998, Francia dictó la ley que redujo a treinta y cinco
horas semanales el horario de trabajo. Trabajar menos, vivir
más: Tomás Moro lo había soñado, en su Utopía, pero hubo que
esperar cinco siglos para que por fin una nación se
atreviera a cometer semejante acto de sentido común. Al fin
y al cabo, ¿para qué sirven las máquinas si no es para
reducir el tiempo de trabajo y ampliar nuestros espacios de
libertad? ¿Por qué el progreso tecnológico tiene que
regalarnos desempleo y angustia? Por una vez, al menos, hubo
un país que se atrevió a desafiar tanta sinrazón. Pero poco
duró la cordura. La ley de las treinta y cinco horas murió a
los diez años.
Ahora, vayámonos un poco más atrás. Ya a finales del siglo
XIX, Paul Lafargue, yerno de un tal Karl Marx, en ese breve
ensayo que constituyó “una verdadera arma de guerra contra
la sociedad burguesa y capitalista” titulado “El derecho a
la pereza” denunciaba la alienación y el “amor al trabajo”
profesado por los trabajadores, siervos de una moral que les
esclavizaba y les alejaba de la emancipación y la verdadera
libertad. El autor afirmaba que ya era posible una jornada
diaria no superior a tres horas, pudiendo así hombres y
mujeres emplear la mayor parte de su tiempo en la creación
de belleza y en el desarrollo personal. Creo que el
siguiente extracto puede sonarnos familiar:
En lugar de aprovechar los momentos de crisis para una
distribución general de los productos y el disfrute general,
los obreros, muertos de hambre, golpean con su cabeza las
puertas del taller. Con el rostro demacrado, el cuerpo
flaqueando y un discurso lamentable, acosan a los
fabricantes: “Buen Sr. Chagot, generoso Sr. Schneider,
dennos trabajo; ¡no es el hambre, sino la pasión por el
trabajo lo que nos atormenta!”. Y esos miserables, que
apenas tienen fuerzas para mantenerse en pie, venden doce o
catorce horas de trabajo por la mitad del precio que cuando
tenían pan en la despensa. Y los filántropos de la industria
se aprovechan del desempleo para fabricar más barato.
Independientemente de las diferencias que podamos tener con
los planteamientos de Lafargue, su objetivo es la meta a la
que debemos aspirar: la reducción al mínimo posible del
tiempo de trabajo. El ser humano sólo usa una pequeña parte
de su cerebro y aún así hemos sido capaces de crear
verdaderas maravillas. Si nadie tuviera que dedicar ni un
segundo de su tiempo a las preocupaciones causadas por la
precariedad, el paro o la pobreza, si todos tuviéramos la
certeza de que nuestras necesidades básicas están cubiertas,
si estuviéramos libres de obligaciones embrutecedoras, si
pudiéramos emplear casi toda nuestra capacidad en la
creación de bienestar y placer, ¿imaginamos de lo que
seríamos capaces? Evidentemente, cuando hablo de la
liberación del trabajo me refiero a esos trabajos alienantes
que matan el espíritu y nos condenan a ser meros seres
productivos, nada que ver con artistas o profesionales
movidos por una vocación. Aquel que hace de su pasión su
medio de vida es un afortunado y esa es la sociedad que
debemos construir, una sociedad en la que nadie tenga que
gastar la mitad de su tiempo en hacer algo que no le guste
hacer. Cambiar el mundo para que el siguiente párrafo,
palabras de Dante, el personaje interpretado por Eusebio
Poncela en “Martín Hache”, sea característico de una
sociedad ya superada:
Te obligan a ser esclavo. El trabajo es detestable, un
castigo que hay que evitar como sea. No hay nada más
humillante que trabajar diez horas diarias en algo que no
soportas para sobrevivir. Eso de que el que no trabaja no
come o ganarás el pan con el sudor de tu frente es un
invento para tener esclavos porque sin esclavos el poder no
tiene poder.
Este artículo será tachado de utópico, y su autor, sin lugar
a dudas, de vago. No pasa nada. También era utópico lograr
la jornada laboral de ocho horas y también eran vagos los
anarquistas de Chicago asesinados por defenderla. Hoy, esa
utopía es realidad y cada Primero de mayo conmemoramos la
vagueza de sus defensores. Sí, supongo que soy un vago. O
mejor dicho, soy un simple ser humano y como tal, como
Lafargue, como Dante y como Galeano, también reivindico mi
“derecho a la pereza”.
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