Coincidiendo con el mes del día
internacional de la familia (15 de mayo), y teniendo en
cuenta que es el vínculo que aglutina a las sociedades,
conocedor de que la misma familia humana padece dificultades
crónicas y atroces, más que en un mundo cambiante, en un
mundo de dominadores, se me ocurre recapacitar sobre la base
del pensamiento libre, reconociendo que es en la igualdad
entre mujeres y hombres, y en la libertad de acción, como se
ayuda a crear sociedades más comprensivas y asociadas. Desde
luego, no es de recibo vivir bajo el signo de la
indiferencia. Hemos de superar el virus de la resignación,
implicándonos (y aplicándonos) responsablemente, puesto que
todo tiene curación, es cuestión de querer hacer algo por el
bienestar de nuestros semejantes.
Por desgracia, vivimos en una patología permanente. Somos
una generación que apuesta poco por la mente abierta, que
permanece con el corazón cerrado en un horizonte que nos
insta a una exploración liberadora. Hemos venido a caminar
cada uno por sí mismo, a crecer con el camino, a abrirnos a
las novedades. No podemos encerrarnos egoístamente y no
propiciar libertad de miras, libertad de movimiento, o lo
que es lo mismo, libertad de pensamiento. Hemos vuelto a
caer en tantas dictaduras, que resulta bochornoso que los
mismos dirigentes cultiven ideologías tajantes, propias de
una aptitud terca. Efectivamente, hay muchos caminos para
llegar a la cúspide. Por principio, falta comprensión y
diálogo en los tentáculos del pensamiento único, que
actualmente impone (jamás propone) el mundo de las finanzas.
No hay posibilidad de razonamiento, sin duda no les
interesa, porque lo que suele ofertarse es un intercambio de
favores e intereses para resolver los conflictos generados
por la misma clase pudiente, como pudiera ser reequilibrar
el crecimiento y aminorar las desigualdades.
Por otra parte, somos una generación que escucha poco.
Apenas tenemos tiempo para oírnos a nosotros mismos. Vivimos
en una máscara continua de absurdos, donde el poder maneja
los abecedarios con sus períodos y sus palancas de tensión,
sin respetar para nada la variada constelación que conforma
la familia humana. Si no se piensa de una manera
determinada, la impuesta por el territorio de los que mueven
los hilos del poder económico, eres considerado como un ser
estrafalario, y por ende, formas parte del mundo de los
excluidos. O sea de los que no tienen voz, ni capacidad para
pensar, ni ya mismo derecho a una vida digna. Es la
idolatría de los poderosos los que dictan las leyes, el
propio pensamiento, ellos piensan así, y piden que se actúe
así y punto en boca. No hay manera de entrar en el debate.
Todo está camuflado por la mentira. Y así, resulta
imposible, avivar ninguna alianza. La gente que toma el
poder, decide, se equivoque o no, pero ella resuelve por
todos.
El fantasma de la hipocresía alienta esta caprichosa
enfermedad. Los poderosos no sólo piensan por los demás,
también se han creído que son perfectos, hasta el extremo
que referencian la ética como una formalidad inherente a
ellos mismos, en lugar de despojarse de arrogancia para
poder liberar a multitudes de familias oprimidas. Prestar
apoyo verdadero es más importante que nunca, ya sea para la
persona joven que busca un empleo (que es un derecho y un
deber) para reconducir su propia familia, como para los
abuelos a los que se les niega asistencia social. Podemos
extender la esperanza de vida, pero será un verdadero
infierno sino les prestamos una atención adecuada. Se debe,
pues, acrecentar oportunidades para todas las personas de
todas las edades, que revitalicen a toda una comunidad.
Todos somos necesarios e imprescindibles, sabiendo que
únicamente hay una fuerza propulsora: el deseo (sin
ambiciones exageradas).
Estaría bien, que reflexionásemos sobre iniciativas diversas
que nos acercasen mucho más unos a otros, en pos de la
creación de un mundo más compasivo y hermanado. Colectividad
que no sabe pensar por sí misma, difícilmente puede salir
adelante. Más allá de los obstáculos, germina el compromiso
de la persona como sujeto pensante. Evidentemente, el
pensamiento mueve montañas, porque al final todo se
clarifica. Tenemos que abrirnos al entendimiento para
superar tantas contrariedades y dejarnos transformar por
otras fuerzas más libertadoras. Ahí está el mundo de las
finanzas deshumanizando, oprimiendo (y reprimiendo) a la
ciudadanía. Tampoco se puede vivir en el mundo de la
apariencia. A la vida hay que darle sentido humano,
renovación de pensamiento, para poder discernir la realidad,
y que ese entorno real, promocione en verdad una existencia
de dignidad para todos. Hoy no existe esa dignificación como
desvelo. Todavía existen multitudes de ciudadanos totalmente
excluidos de los beneficios del progreso y relegados a ser
personas abandonadas. ¿Habrá injusticia mayor?. Prolifera
tanta incoherencia entre lo que se dice y lo que se hace,
que hemos dado normalidad a la cultura de la exclusión,
hasta convertirla en una mentalidad pasivamente aceptada.
No hay mayor mentira que la verdad mal entendida. Por
consiguiente, la familia humana debe reaccionar más allá de
las diferencias de culturas y opiniones políticas. Para
fraternizarse hace falta acaparar menos y repartir más. Nos
falta además ese sentido colectivo, de verdadera conciencia
social. La misma solidaridad entre generaciones, en
demasiadas ocasiones, es verdaderamente nula. Creo que nos
falta convicción en la búsqueda y trabajar al unísono por la
especie. Economía que trabaja por hacer más ricos a los
ricos, en vez de hacer menos míseros a los pobres, no merece
la pena que exista. El caso de un grupo de pescadores del
sur de la India, convertidos en esclavos de una deuda que
nunca podían pagar y que, muchas veces, pasaba de padres a
hijos, es la situación de muchas familias actuales.
Organizados en una cooperativa y, ayudados por las Naciones
Unidas, ahora se han deshecho de ella y pueden vivir
desahogadamente. Este es un claro testimonio que nos insta a
trabajar unidos, con una mayor cooperación, que ha de pasar
por garantizar recursos suficientes para los países menos
adelantados.
Cuando las personas sean el elemento central del desarrollo,
será cuando comencemos a salir de este caos que nos enferma.
Contrariamente a lo que se pregona, cada día son más las
familias sin oportunidades de realización, que no pueden
expresar sus inquietudes y mucho menos adoptar decisiones de
cambio en sus vidas. Se encuentran atrapadas por las deudas,
con una pobreza galopante, y lo que es peor, con el
entusiasmo perdido. Junto a estos desajustes enfermizos
hemos de reconocer que sufrimos un profundo raquitismo en
valores morales, es el efecto de una cultura altiva, poco
dialogante, y por ende, nada crítica con las situaciones
injustas. Por ello, deberíamos conciliar otros propósitos,
lo que requiere de un alto grado de generosidad, puesto que
hemos de disolver la cultura actual del derroche para unos y
de la miseria para otros, concentrando el esfuerzo en el
conjunto de la propia especie humana. Hasta ahora, todo lo
que somos es el resultado de los dominadores para desgracia
nuestra. Nos han dirigido a su antojo y a su capital de
intereses. En consecuencia, ha llegado el momento de los
cambios, es la hora de las rupturas. Necesitamos renacer,
aunque sea de las cenizas.
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