No hubiera podido imaginar, media
hora antes de empezar el partido Madrid-Valencia, conociendo
además los petardos pegados por los equipos que le
precedían, que a Carlo Ancelotti le hubiera dado ya
un ramalazo de soberbia -quizá motivado por lo ocurrido en
Múnich-, consistente en despreciar al equipo che como si
fuera algo parecido al Olímpico de Játiva. Con todos mis
respetos para este club.
Yo sé bastante, por lo que he leído y visto, de la soberbia
española, única en el mundo; pero jamás pensé que la
practicidad más que reconocida de un italiano, se pudiera
dejar ganar la partida por un orgullo similar al del don
Juan Tenorio de Zorrilla, concediendo al cielo una
oportunidad de cumplir con él.
Ancelloti, entrenador curtido en mil batallas, con triunfos
históricos en su haber y derrotas dolorosas, en su debe,
como fue la final de la Champions League perdida de tan mala
manera frente al Liverpool, y que le supuso en su momento
ser sambenitado de la misma manera que lo está siendo ahora
Guardiola, cometió el domingo pasado más que pecado
capital de desmedida altivez, una estupidez sólo alcance de
quienes son alineadores más que entrenadores.
¿Cómo es posible, me sigo preguntando yo, cuando han
transcurrido ya veinte horas desde que Clos Gómez dio
por acabado el partido, que Ancelotti concibiera que su
equipo podía ganar situando en la zona vital del centro del
campo a tres futbolistas tan distintos pero coincidentes en
algo tan negativo como es la lentitud y la premiosidad?
El centro del campo, lugar donde se cuecen los éxitos y los
fracasos, quedó a merced de los componentes de esa zona del
rival de turno; capaz de ganar en fuerza y velocidad, que es
tanto como decir en entereza y sentido de anticipación a
Xabi Alonso, Illarramendi e Isco. Quienes
más que correr trotaban, exponiendo fútbol de salón para
regocijo de entendidos fulanos como Roberto Gómez
-verbigracia-, cuyas opiniones futbolísticas deberían ser
prohibidas en horas de máxima audiencia.
En el fútbol moderno, seguimos sin enterarnos, deben correr
los dos, pelota y futbolista. Así lo hizo el Madrid, que
todos celebramos, en el Allianz Arena muniqués, aunque no
contra los valencianos. Un buen futbolista, al margen de sus
cualidades técnicas y de sus conocimientos del juego, si
además es una atleta, miel sobre hojuelas; por más que
Guardiola nos dijera, hace nada, con más sarcasmo que
ironía, que el Madrid sólo ficha jugadores atléticos.
Illarramendi juega al trote, no tiene corpulencia para
servir como escudo de la defensa; carece de la velocidad
adecuada y hasta ahora se ha limitado a recibir el balón y
entregárselo al compañero más próximo. Escaso bagaje, pues,
para alguien que estaba predestinado a llevar la voz
cantante en la final de Lisboa frente al Atleti, en ese
espacio que ahora han dado en llamar zona de máquina. De
Isco sigo pensando lo mismo: su fútbol se reduce a dejarse
ver en un cuadrado. Con el fin de regalarnos arabescos
discontinuos. Y si a ello le añadimos que Alonso está cada
vez más necesitado de ayuda, la falta de Modric y
Di María, cuando se produce, deja al Madrid a expensas
de la Diosa Fortuna.
Ancelotti, tan alabado por el extraordinario triunfo logrado
frente al Bayern, despreció al Valencia y quedó peor que
Cagancho en Almagro. No se puede contentar a todo el mundo.
Es imposible…
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