Los indios norteamericanos me enseñaron a ser humilde con la
creación de mi arte porque uno no debe vanagloriarse cuando
hace su trabajo bien sin admirar primero el arte que existe
a nuestro alrededor incluyendo nuestra propia anatomía, con
el mecanismo tan complejo pero excelso de las células, las
arterias, las entrañas donde se gesta la creación del
embrión; la perfección de los cambios del día y de la noche,
las estaciones de la tierra con sus frutos y flores. No
podemos vanagloriarnos de nuestro trabajo o acciones sin
reconocer primero como ninguno de nosotros, ni siquiera el
mejor de los artistas, puede pintar las increíbles luces del
amanecer o del atardecer, los miles de colores de los peces
y de las aves…; o plasmar en un lienzo, piedra o bronce la
belleza sublime del amor.
“Mitakuye Oyasin” quiere decir en el idioma lakota de los
indios sioux que todos estamos relacionados de una forma u
de otra, los humanos, los animales, las aves, las plantas,
los peces, el aire, el cielo y el mar. Todos somos parte de
una gran familia. Aunque pertenezcamos a culturas y especies
de animales o plantas, todos, absolutamente todos sin
excepción alguna, somos hijos de la Tierra.
Si en Ceuta, esa antigua ciudad mitológica de Hércules y
Calipso donde tengo el orgullo de haber nacido me enseñaron
de niño a respetar las cuatro culturas y con ellas a los
templos que representan las cuatro religiones más
importantes del planeta, allí donde yo vivía, en las Colinas
Negras de Dakota del Sur, el único templo sagrado era la
Naturaleza.
El respeto a las culturas que yo aprendí de niño entre mis
amigos musulmanes, hebreos e hindúes no era suficiente.
Occidente no instruye en las escuelas cómo amar a la Tierra.
Con los indios aprendí que somos parte integrante de un
ecosistema, y pude comprender el misterio de las hojas secas
que meciéndose en el aire caen cada otoño lentamente de las
ramas hasta volver de nuevo al principio del camino; y
también aprendí a oír el lenguaje de las palabras sin
palabras del silencio de la Naturaleza.
En 1973, publiqué en el periódico de Ceuta el viaje que hice
dos años antes a las tierras de los indios cree, la odisea
de cruzar durante ocho días tres ríos en canoa, desde
Cochrane a Moosonee, en el norte del Canadá. Fue ese mi
primer encuentro con los indios de América cuando yo era
casi un niño.
A partir de aquel viaje a la bahía de Hudson conviví después
con los sioux, iroqueses, navajos, cherokees, apaches,
comanches, shinnecocks, pies negros, hopis, mohawks… Sus
enseñanzas honraron mi existencia. Veinte años más tarde de
aquel primer encuentro con los cree, los sioux me hacían
hermano de sangre en la ceremonia de la Danza del Sol.
Decían que era el único español que habían hermanado en el
ritual más sagrado de su cultura. Cuatro días girando
alrededor de un árbol mirando al sol sin beber agua ni
comer, atado con una cuerda, desgarrándose el pecho como
cuando rompen el cordón umbilical de una madre para que
nazca fuera de su vientre la vida.
Aprendí de ellos que el espíritu dela creación no se limita
tan solo a los seres humanos sino a todo el universo, que no
puede haber harmonía si no se respeta la balanza de igualdad
entre el hombre y la mujer, que todo ente viviente tiene el
derecho natural y legítimo a ser libre, crecer y ser feliz
en el mundo que le ha tocado vivir. Aprendí que para seguir
caminando hacia el futuro hay que saber que el suelo que
pisamos ha sido también el polvo y la sangre de nuestros
antepasados.
Occidente debía instruir en las escuelas una asignatura
sobre la naturaleza, enseñar como plantar algo, una semilla,
que es la primera conexión nuestra con la Tierra; educar que
el agua y el aire son tan sagrados como los santos de los
templos, que el árbol se alimenta del mismo aire y agua que
respiramos y bebemos. Y que cuando la atmósfera se corrompe
nosotros también, para darnos cuenta de que somos una sola
familia. Enseñar que Buda, Allah, Yahvé y Jesucristo
representan a un único Dios y no a diferentes profetas, algo
que ha motivado tanta división, violencia y guerras; que hay
un único Creador y que debemos dialogar, tolerar, respetar
las creencias de los demás para facilitar la convivencia.
Los indios enseñan que hay que facilitar el camino a los que
vienen detrás, que hay que procurar cuidar la tierra donde
hemos nacido, como el árbol que deja generosamente sus
frutos sin buscar nada a cambio y sin hacerle daño a nadie.
Nos enseñan que no existe el final, que no tenemos que tener
miedo a la muerte, que hay que morir como un héroe que
después de su viaje regresa al hogar.
Los indios norteamericanos me enseñaron a ser humilde porque
uno no debe vanagloriarse cuando hemos nacido en el seno de
una gran familia de la cual todos formamos parte: Mitakuye
Oyasin. Qué sentido tiene la arrogancia cuando miramos al
cielo cargado de estrellas y nos damos cuenta que nuestra
vida no es más que la luz breve de una luciérnaga cuando
alumbra por un instante la inmensidad de la noche...
Somos una escultura que la vida moldea continuamente a
través del tiempo. La semilla de la vida la esculpió la
misma mano que creó las montañas y los bosques, la que marcó
el curso de los ríos y la profundidad de los mares, la que
enseñó a una abeja alimentarse del dulce néctar de una flor.
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