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OPINIÓN - VIERNES, 2 DE MAYO DE 2014

 
OPINIÓN / COLABORACION

Mitakuye Oyasin: Lo que me enseñaron
los indios norteamericanos

Por Ginés Serrán Pagán


Los indios norteamericanos me enseñaron a ser humilde con la creación de mi arte porque uno no debe vanagloriarse cuando hace su trabajo bien sin admirar primero el arte que existe a nuestro alrededor incluyendo nuestra propia anatomía, con el mecanismo tan complejo pero excelso de las células, las arterias, las entrañas donde se gesta la creación del embrión; la perfección de los cambios del día y de la noche, las estaciones de la tierra con sus frutos y flores. No podemos vanagloriarnos de nuestro trabajo o acciones sin reconocer primero como ninguno de nosotros, ni siquiera el mejor de los artistas, puede pintar las increíbles luces del amanecer o del atardecer, los miles de colores de los peces y de las aves…; o plasmar en un lienzo, piedra o bronce la belleza sublime del amor.

“Mitakuye Oyasin” quiere decir en el idioma lakota de los indios sioux que todos estamos relacionados de una forma u de otra, los humanos, los animales, las aves, las plantas, los peces, el aire, el cielo y el mar. Todos somos parte de una gran familia. Aunque pertenezcamos a culturas y especies de animales o plantas, todos, absolutamente todos sin excepción alguna, somos hijos de la Tierra.

Si en Ceuta, esa antigua ciudad mitológica de Hércules y Calipso donde tengo el orgullo de haber nacido me enseñaron de niño a respetar las cuatro culturas y con ellas a los templos que representan las cuatro religiones más importantes del planeta, allí donde yo vivía, en las Colinas Negras de Dakota del Sur, el único templo sagrado era la Naturaleza.

El respeto a las culturas que yo aprendí de niño entre mis amigos musulmanes, hebreos e hindúes no era suficiente. Occidente no instruye en las escuelas cómo amar a la Tierra. Con los indios aprendí que somos parte integrante de un ecosistema, y pude comprender el misterio de las hojas secas que meciéndose en el aire caen cada otoño lentamente de las ramas hasta volver de nuevo al principio del camino; y también aprendí a oír el lenguaje de las palabras sin palabras del silencio de la Naturaleza.

En 1973, publiqué en el periódico de Ceuta el viaje que hice dos años antes a las tierras de los indios cree, la odisea de cruzar durante ocho días tres ríos en canoa, desde Cochrane a Moosonee, en el norte del Canadá. Fue ese mi primer encuentro con los indios de América cuando yo era casi un niño.

A partir de aquel viaje a la bahía de Hudson conviví después con los sioux, iroqueses, navajos, cherokees, apaches, comanches, shinnecocks, pies negros, hopis, mohawks… Sus enseñanzas honraron mi existencia. Veinte años más tarde de aquel primer encuentro con los cree, los sioux me hacían hermano de sangre en la ceremonia de la Danza del Sol. Decían que era el único español que habían hermanado en el ritual más sagrado de su cultura. Cuatro días girando alrededor de un árbol mirando al sol sin beber agua ni comer, atado con una cuerda, desgarrándose el pecho como cuando rompen el cordón umbilical de una madre para que nazca fuera de su vientre la vida.

Aprendí de ellos que el espíritu dela creación no se limita tan solo a los seres humanos sino a todo el universo, que no puede haber harmonía si no se respeta la balanza de igualdad entre el hombre y la mujer, que todo ente viviente tiene el derecho natural y legítimo a ser libre, crecer y ser feliz en el mundo que le ha tocado vivir. Aprendí que para seguir caminando hacia el futuro hay que saber que el suelo que pisamos ha sido también el polvo y la sangre de nuestros antepasados.

Occidente debía instruir en las escuelas una asignatura sobre la naturaleza, enseñar como plantar algo, una semilla, que es la primera conexión nuestra con la Tierra; educar que el agua y el aire son tan sagrados como los santos de los templos, que el árbol se alimenta del mismo aire y agua que respiramos y bebemos. Y que cuando la atmósfera se corrompe nosotros también, para darnos cuenta de que somos una sola familia. Enseñar que Buda, Allah, Yahvé y Jesucristo representan a un único Dios y no a diferentes profetas, algo que ha motivado tanta división, violencia y guerras; que hay un único Creador y que debemos dialogar, tolerar, respetar las creencias de los demás para facilitar la convivencia.

Los indios enseñan que hay que facilitar el camino a los que vienen detrás, que hay que procurar cuidar la tierra donde hemos nacido, como el árbol que deja generosamente sus frutos sin buscar nada a cambio y sin hacerle daño a nadie. Nos enseñan que no existe el final, que no tenemos que tener miedo a la muerte, que hay que morir como un héroe que después de su viaje regresa al hogar.

Los indios norteamericanos me enseñaron a ser humilde porque uno no debe vanagloriarse cuando hemos nacido en el seno de una gran familia de la cual todos formamos parte: Mitakuye Oyasin. Qué sentido tiene la arrogancia cuando miramos al cielo cargado de estrellas y nos damos cuenta que nuestra vida no es más que la luz breve de una luciérnaga cuando alumbra por un instante la inmensidad de la noche...

Somos una escultura que la vida moldea continuamente a través del tiempo. La semilla de la vida la esculpió la misma mano que creó las montañas y los bosques, la que marcó el curso de los ríos y la profundidad de los mares, la que enseñó a una abeja alimentarse del dulce néctar de una flor.
 

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