En la calle se percibe –es
miércoles, cuando escribo- la alegría que ha generado el
triunfo del Real Madrid en el Allianz Arena de Múnich. En
tiempos difíciles, más bien duros como el pedernal, debido a
que los políticos han conseguido arruinar a gran parte de la
clase media, con el peligro que ello supone en todos los
aspectos, la gente no duda en aferrarse a cualquier motivo
de alegría que les impida caer en las garras de la depresión
e incluso en acciones violentas.
Esa alegría se la proporcionó el Madrid a sus seguidores el
martes por la noche, jugando a las mil maravillas frente a
un gran equipo y en un escenario grandioso. Partido –algo
que conviene decir cuanto antes- dirigido magistralmente por
un gran árbitro: el portugués Pedro Proença.
Así, no dio lugar a que saliera a relucir esa frase
injuriosa, tan en boga: “¡Ese portugués, hijo de puta es!”.
(Cristiano Ronaldo). Y qué decir de las barbaridades
que se le han dicho y se le siguen diciendo a José
Mourinho. Propiciada por una crítica despiadada contra
un entrenador que bien podría -ojalá que no lo consiga, por
el bien del Atlético y del Madrid- tener al Chelsea
clasificado para la final que se jugará en Lisboa, cuando
ustedes me estén leyendo.
Sí, a pesar de que el Madrid ha encontrado en el 4-4-2, tras
muchas probaturas por parte de Carlo Ancelotti, ese
equilibrio táctico que tanto ansiaba hallar el entrenador
italiano, por contar con los mejores futbolistas para
practicarlo, yo sigo convencido de que una posible final
contra el equipo inglés, al que he estado viendo casi toda
la temporada, sería muy difícil por muchos y variados
motivos.
El Madrid, insisto, cuenta con los mejores jugadores del
mundo para situarse en el campo tal y como lo ha venido
haciendo últimamente. Pero me van a perdonar que no me ponga
aquí a detallar las misiones de cada uno ni, por supuesto,
donde radica el busilis de la cosa para que los triunfos
blancos se hayan ido sucediendo en citas decisivas y de poco
tiempo acá.
La cita del martes por la noche, en Múnich, ante un equipo
extraordinario, atiborrado de triunfos, con leyenda, repleto
de orgullo y teniendo como blasón ese tesón indiscutible de
la raza del lugar, era tan temida por los madridistas como
para que la mayoría tuviésemos los congojos en la garganta.
Y decirlo a toro pasado, después de lo ocurrido, es digno de
encomio.
Encomiable me pareció también la actuación de Sergio
Ramos. Me explico: llevaba mucho tiempo, el sevillano,
complicándose la vida. Excediéndose en demostrar que él
tiene cualidades sobradas para ser uno de los mejores
zagueros del mundo, si no el mejor entre los mejores;
situación que lo condujo a meter la pata tan frecuentemente
como para irse ganando la ira de quienes principiaron a
tomarlo como el pito del sereno. Especialmente, los
árbitros.
Pues bien, qué mejor lugar que el enorme escenario alemán y
ante la mirada enfebrecida del mundo mundial futbolístico,
para redimirse de todas sus torpezas anteriores y aun de las
muchas declaraciones realizadas sin venir a cuento. La
extraordinaria actuación de Sergio Ramos en el Allianz Arena
debe servirle para principiar a pronunciarse mejor en todos
los sentidos.
Ganó el Madrid. Lo hizo con la brillantez de los equipos
elegidos. Y los madridistas, en tiempos duros como el
pedernal, están viviendo horas de felicidad. ¿Quién dijo que
el fútbol no es necesario para evitar males mayores? Yo sé
de uno. Pero hoy toca fútbol.
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