Cada uno de nosotros tenemos una
historia que nos enraíza con la contemporaneidad. No es
diabólico volver los ojos al pasado, reflexionar sobre lo
que fuimos, que tiene mucho que ver con lo que hoy ocurre,
para aprender de las necedades de otro tiempo, y trazar
horizontes más hermanados. Realmente, el ayer es el comienzo
de lo que ha brotado, para bien o para mal, pero que está
ahí, y como tal, parte de nosotros, que somos eternos
buscadores de verbos, activistas de renovados aires ansiosos
por acariciar la verdad, exploradores de espíritus
anhelantes, conductores de sueños con deseos de convivencia.
Ciertamente, en este mundo globalizado se han acortado las
distancias físicas, pero las del corazón humano se alejan.
Si viéramos en los demás nuestros propios latidos,
seguramente tendríamos otras actitudes más comprensivas,
otros lazos más armónicos, otras vidas más nuestras en un
espíritu de cooperación. Todos nos necesitamos en este
peregrinaje por la vida. Lo que sucede es que nos hemos
dejado regir por la avaricia de los poderosos, sin escuchar
a quienes no poseen riqueza alguna, que por cierto cada día
cuentan menos en los incorrectamente denominados Estados
sociales, democráticos y de derecho.
Efectivamente, nada permanece firme en esta vida, tampoco
nuestra historia para entendernos. Nosotros mismos en cada
amanecer ya somos diferentes. La realidad es que hemos
destruido, más que construido, y lo primero que hemos
desmoronado ha sido el vínculo afectivo humanitario. Lo
hemos hecho con tal egoísmo, que a diario somos arrasados
por el huracán de las injusticias más horrendas. Cuando se
pierde el respeto por la misma especie se levantan muros
intransitables, que en lugar de fraternizar, se repelen
abriendo luchas e impulsando desencuentros. La mayor
colisión germina de la propia justicia humana, que suele
llegar tarde, mal y nunca. La realidad es que domina el
imperio del más fuerte. Las masas trabajadoras vuelven a
estar sometidas a una miseria cada día más dura, con
salarios indignos que fomentan la exclusión, y en
condiciones verdaderamente arcaicas.
Por desgracia, los que hoy tienen voz, y auténtico dominio
sobre la especie humana, son los intereses del colectivo
financiero, que cuentan con un ilimitado poder, en la medida
que pueden decidir el propio destino de la humanidad. A
éstos, nadie les controla, los mismos poderes (legislativo,
ejecutivo y judicial) se solapan y se confunden, se doblegan
a sus consignas, obedecen a sus órdenes. Los parlamentos,
igualmente, se han convertido en tribunas con apenas
capacidad decisiva, por eso sus programas son pura mentira,
avivando de este modo una clase deslenguada de oportunistas
y vividores, arropados por un sistema, que dista años luz de
ser un auténtico foro para la protección y el ejercicio
efectivo de los derechos humanos. Los mismo sucede con los
diversos sistemas judiciales, hay un terreno fértil para la
corrupción. Desde luego, para generar un entorno de rectitud
es esencial, además, un sistema que actúe con eficacia y
responsabilidad. De un tiempo a esta parte, la impunidad
campea a sus anchas, mientras la humanidad se desespera.
Bajo este desastroso panorama, considero una necesidad, la
de volver a abrir las ventanas a la decencia, aprendiendo a
usar todo este universo a nuestro alcance de manera
equitativa.
Los hemos de hacer cambiando de raíz los sistemas
corrompidos. El momento es pésimo. Para ello, lo primero que
se me ocurre es dar valor al espíritu de justicia, para que
se pueda transformar todo este desajuste, en una objetiva
conciencia de unidad. Toda la especie ha de sentirse
reconocida y entusiasmada en un objetivo común: en el
compromiso por mejorar los controles necesarios para que la
democracia prospere, fortaleciendo la imparcialidad de los
órganos judiciales. Indudablemente, de los errores también
se aprende. El ser humano no puede degradarse en dictaduras
económicas o de gobierno, ha de propiciarse otra vida más
allá del propio lucro personal o individualista. Es un
horror, pero ahí está, se viene instaurando una nueva
opresión incorpórea, en ocasiones virtualmente, que impone
de forma caprichosa sus leyes y sus reglas. Esto no es
nuevo, el afán de poder y de tener nunca ha tenido límites
en el ser humano, pero ahora parece que se ha
institucionalizado en el mundo este desorden, hasta el punto
de relativizarlo todo con la permisividad.
Ante este clima de confusión, pienso que sí, que hay que
hacer retentiva del camino recorrido. Pienso, por tanto, que
sería saludable para toda la familia humana volver la vista
atrás y hacer análisis de nuestra propia memoria. En los
ojos del recuerdo hay escritas tantas lecciones que vale la
pena retornar a ellas, aunque sólo sea para sentirse vivo.
Precisamente, en estos días (8 y 9 de mayo) Naciones Unidas
nos llama a rendir un homenaje a todas las víctimas de la
Segunda Guerra Mundial. Fue a raíz de este conflicto militar
global, en la que se vieron implicadas la mayor parte de las
naciones del planeta, lo que motivó las condiciones que
permitieron crear esta organización internacional. Por
entonces, fueron cincuenta y un países los que se
comprometieron a mantener otro clima más pacífico,
fomentando relaciones de amistad y promoviendo el progreso
social, la mejora del nivel de vida y los derechos humanos.
Ahora tenemos otros campos de batalla, tan crueles como los
anteriores, que han de instarnos a reaccionar de manera
coordinada y resolutiva. Nuestros líderes tienen que
gobernar para la humanidad y no únicamente para esa legión
de poderosos que todo lo manipulan a su antojo. La voz de
los excluidos no se oye y nada importa. ¿Qué democracia es
ésta? Todas las voces humanas deben ocupar prioridad en las
agendas de los gobiernos. Es muy significativo el abandono
que sufren los que nada tienen mientras otros lo dilapidan
todo y nada se hace porque cesen en la actividad del
despilfarro. Ante estas injusticias mundiales, hay que
responder adecuadamente con medidas ejemplarizantes, y ha de
ser desde instituciones independientes de ámbito planetario.
Está visto que actualmente no podemos controlar ni nuestro
personal cometido, cuando a todos nos incumbe por igual
gestar el futuro que queremos. Sin duda, deberíamos acudir
más a los interrogantes y a los recuerdos para trazar ese
porvenir que todos estamos obligados a cosechar en unión. En
cualquier caso, debemos usar toda nuestra creatividad por
implantar un mundo gobernado de otra manera, que propicie la
fraternidad como norma y el bien de todos y de cada una de
las personas. En este sentido, resulta primordial
reflexionar sobre lo vivido para realizar algo importante
que destierre la pobreza, poniendo a disposición de todo
ciudadano recursos sociales mínimos hasta el momento actual
impensables. Por algo se empieza. Todos nos merecemos ese
mínimo vital por el hecho de ser ciudadanos. No caben los
desheredados en la familia humana. Al fin y al cabo, somos
hijos de un mismo tronco y descendientes cautivos de mil
circunstancias. Tampoco lo olvidemos.
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