Hace ya días que vengo arrastrando
una tendinitis en mi rodilla izquierda, cuyo ligamento es el
que suele inflamársele a los que son derecho. No confundir,
con ser de derecha, puesto que los españoles tendemos a
politizarlo todo.
Pues bien, el pasado Sábado Santo mi tendinitis alcanzó su
máximo grado de dolor y no tuve más remedio que encajarme en
el Hospital Universitario. Y, en el corto espacio de tiempo
que hube de aguardar a que me llamara el médico de urgencia,
tuve a mi lado a un conocido lector de cuanto escribo a
quien el primer polen primaveral lo estaba mortificando y
había acudido a la búsqueda de alivio.
No dispusimos de muchos minutos para conversar pero sí los
suficientes para poder sacarle punta a lo que me dijo mi
compañero de alifafes. En principio me contó, así por
encima, que era la primera vez que a él le sentaban tan mal
las conocidas y desagradables consecuencias que le son
adjudicadas a la primavera y, sobre todo, acabó diciéndome
que hasta se sentía algo melancólico y deprimido.
Pues bien, no sé por qué a mí, a pesar de que la rodilla
estaba poniendo a prueba mi resistencia al dolor, me dio por
dármelas de saber y le dije que para la anemia primaveral
son muy eficaces las ensaladas de remolacha roja. Y que para
la melancolía y la depresión, como las que él me había
contado tener, mi abuela siempre decía que la hierba de San
Juan, también conocida como hipérico o corazoncillo, causaba
pronto alivio.
El conocido se me quedó mirando con malos ojos, tras mis
recomendaciones, total y absolutamente convencido de que yo
me estaba quedando con él. Y, claro, su respuesta no se hizo
esperar: “De seguir así, Manolo, te aseguro que te
vas a quedar sin amigos”.
Ni siquiera el dolor, aposentado en mi tendón rotuliano, que
era de mucho cuidado, me impidió reaccionar con celeridad
ante una contestación tan brusca como inesperada. Aunque sí
intuí que mi conocido estaba deseando dármela porque me
consta que le sienta como un tiro el que yo no sea adulador
permanente de nuestro alcalde.
Y allá que me puse a recitar de memoria algo que he dicho y
escrito en muchas ocasiones, aunque sea parafraseando a
Oscar Wilde: Siempre he preferido perder a mis mejores
amigos antes que a mis peores enemigos. Para tener amigos
sólo se necesita ser afable; pero cuando un hombre se queda
sin enemigos es que se ha vuelto un pobre hombre.
En ese momento, es decir, dada mi contestación, en la sala
de espera se oyó por la megafonía mi nombre para indicarme
que me personara en la sala cuatro. Y allá que dejé a mi
conocido interlocutor con la palabra en la boca. Con el fin
de no hacer esperar al médico residente. Que uno todavía
tiene maneras. Como tantas veces les recordaba mi estimado
Antonio Rallo a quienes perdían los papeles en ‘El
Rincón’ del Hotel La Muralla.
Tener maneras no significa que uno deba comulgar con ruedas
de molino. Y, menos aún, ponerse a cavilar a todas horas que
va perdiendo amigos por el mero hecho de escribir con la
mínima libertad. Sí, con la mínima; porque aquí todos vamos
asidos a la última rueda del carro de la libertad. Y quien
diga lo contrario, miente. Ahora bien, los enemigos, si hay
que tenerlos, los prefiero inteligentes. Que siempre serán
mucho más rentables que los otros. De no ser así, apaga y
vámonos.
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