Quienes escribimos en periódicos
no podemos tener amigos en la política. Claro que los
políticos ni siquiera pueden ser amigos entre ellos. Son más
sinceros los enemigos. Ya que vienen de frente y traen la
intención de liquidarte escrita en la mirada.
Francisco Fernández Ordóñez, que fue político de
muchísimo fuste, lo expresó así: “La política no es terreno
propicio para la amistad”. Bien sabía del asunto alguien
como él que presenció el derrumbamiento de la UCD por
discrepancias entre sus varones y por algo como la envidia
que es el orgullo nacional. La lepra nacional, decía
Unamuno.
Si a mí, por poner un ejemplo, me dijeran que los políticos
de Ceuta no me pueden ver ni en pintura, no sólo lo creería
a pie juntillas, sino que además lo vería como algo natural.
Y es que a nadie le agrada que le censuren su labor. Y,
desde luego, mienten todos los que aseguran que aceptan muy
bien las críticas constructivas.
Yo tengo asumido que los políticos vapuleados son como
boxeadores golpeados: el doble de peligrosos. Es decir, que
el autor de esta cita acertó plenamente. Por lo que jamás me
sorprendería de cualquier mala acción perpetrada contra mí
por parte de alguno de ellos.
Los políticos criticados lo primero que hacen es retirarte
el saludo. Que no deja de ser un castigo menor y lógico.
Digan lo que digan los manuales de la buena educación y del
saber encajar las opiniones adversas con estilo: o sea, con
la sonrisa al frente y la mano tendida.
Digo que es un comportamiento lógico, por más que en mi
caso, cuando era profesional del deporte rey, tenía la mala
costumbre de invitar a comer a quienes me ponían a parir. Y
debo decir que algunos opinantes del asunto acudían y bien
que se notaba el cambio en días sucesivos. Simple y
llanamente porque conseguía, durante la sobremesa, disminuir
la creencia u opinión preconcebida que tenían de mí, aunque
no de mis decisiones profesionales. No conviene olvidar que
hay quienes hacen de los prejuicios dogma.
Ahora bien, en una ciudad pequeña donde todos nos conocemos
y sabemos perfectamente de qué va la cosa, me parece absurdo
que haya políticos que se queden pasmados cuando a quien
escribe le da por enjuiciar la actuación buena o mala de un
miembro del gobierno o componente de la oposición. Sin
pararse a pensar que lo que yo diga al respecto es causa de
la impresión que el hecho me haya causado. Y, lógicamente,
mentiría si no dijera que en mi caso no existe el menor
indicio de regirme mediante prejuicio alguno.
Semejante actitud, la mía, que puede ser más o menos
acertada, pero que no deja de ser expuesta con los
ingredientes de la columna, tantas veces repetidos aquí, me
permite en cualquier momento destacar que nuestro alcalde
estuvo juncal en la intervención que tuvo en el Hotel Ritz
de Madrid, cuando fue invitado a la tribuna Fórum de Europa;
que Mabel Deu dio muestras evidentes de saber estar
en un momento determinado; que José Antonio Carracao
le echó bemoles denunciando el caso x o que, como sucedió
anteayer, Emilio Carrera lo bordó como orador en el
Debate del Estado de la Ciudad.
En rigor, a mí me gustaría sobremanera tener una oportunidad
para dedicarle una columna festiva a Juan Luis Aróstegui.
Pero no hallo motivo alguno -de momento- para proporcionarme
esa satisfacción. Si bien me consta que le importa un bledo
lo que yo diga de él. Por más que él viva a la sombra de
Juan Vivas.
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