Hacía un mundo que yo no iba al
cine. Y fue el martes, tras haber oído muchas veces que se
había estrenado una película española, que había conseguido
que la gente acudiera con prisas a verla, cuando decidí
encaminar mis pasos hacia el Marina Cinemas-7. Aunque a mí
las comedias, exceptuando una o dos de Woody Allen,
nunca me han llamado la atención. Puesto que hacer reír no
está al alcance de cualquiera. Y mucho menos si la risa es
capaz de tener efectos secundarios tranquilizantes. Que es
lo que ocurre con la película que viene siendo tan
celebrada.
“Ocho apellidos vascos” es el título de la película que está
obteniendo, como solían decir los gacetilleros de antaño, un
éxito de crítica y de público. Se suceden las colas ante la
taquilla y la gente sale de la sala cinematográfica hablando
de Rafa y de Amaia como si los conocieran de
toda la vida. Rafa (Dani Rovira) es el clásico
sevillano que tiene asumido que un hombre con los zapatos
sucios, sin el pelo engominado, sin gustarle el vino fino y
sin ser capaz de seducir a las mujeres en flor, es un tipo
que no merece tener ni siquiera para tabaco. Un julái, como
hubiera dicho mi siempre recordado José Caña “Cañita”,
cuya forma de torear estaba reñida con la de pegar pases por
sistema.
Amaia (Clara Lago) es una vasca convencida de que
todos los andaluces son unos vagos y por tanto unos muertos
de hambre que viven pensando solamente en divertirse de
manera que ella considera tan ridícula como estrafalaria. Y
así lo grita en un bar de copas, de la capital hispalense,
donde pasa unos días con unas amigas para paliar en parte
los sinsabores que le han dejado el haberse quedado
compuesta y sin novio al pie del altar. La vasca, joven y
atractiva, aunque sin perder un ápice del poderío matriarcal
de su tierra, se encocora del todo cuando sale Rafa al
escenario del bar contando chascarrillos de vascuences y
guipuzcoanos.
Ambos se enzarzan en una discusión que termina en la cama de
Rafa. Aunque éste no hace uso del taller por mor de la curda
que ha cogido ella. Al día siguiente, Amaia, que deja
olvidado en la habitación su documento de identidad, regresa
a su pueblo de una Euskadi que está en plena efervescencia
terrorista. Rafa, que se ha prendado de la chica hasta las
cachas, viaja al País Vasco contra la opinión de sus amigos,
y lo hace con el carné de identidad de Amaia en la boca y el
corazón desbocado. Lo mejor hasta ese momento han sido los
diálogos que han contribuido al conocimiento de cada uno de
los personajes. A los que se suman otros en cuanto Rafa pisa
tierras norteñas. Los diálogos en esta película contribuyen
enormemente al buen funcionamiento del ritmo. El cual no
decae en ningún momento. Como tampoco la risa. El arte de
hacer reír se basa en exponerle al público, cara a cara, sus
propios defectos. (Enrique Jardiel Poncela).
Rafa, que por amor a Amaia ha de hacerse pasar por vasco,
ante el padre de ésta y la cuadrilla de amigos, con sus
vómitos, provocados por un comer pantagruélico y un beber
desmedido, no hace sino poner en tela de juicio una cultura
que ellos airean a cada paso. Su discurso improvisado sobre
la “kale borroca” desdramatiza semejante actividad, amén de
retratar a los activistas como unos ingenuos que esperan la
llegada de armas para poder matar. Y así podríamos seguir
dando pistas.
La comedia, a pesar de un final feliz, tiene más enjundia
que todos los discursos políticos habidos al respecto. Habrá
quien diga que la risa es una solución falsa. Pero es mejor
ésta que la ira demoniaca.
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