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OPINIÓN - JUEVES, 17 DE ABRIL DE 2014

 

OPINIÓN / EL OASIS

Risas tranquilizantes
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Hacía un mundo que yo no iba al cine. Y fue el martes, tras haber oído muchas veces que se había estrenado una película española, que había conseguido que la gente acudiera con prisas a verla, cuando decidí encaminar mis pasos hacia el Marina Cinemas-7. Aunque a mí las comedias, exceptuando una o dos de Woody Allen, nunca me han llamado la atención. Puesto que hacer reír no está al alcance de cualquiera. Y mucho menos si la risa es capaz de tener efectos secundarios tranquilizantes. Que es lo que ocurre con la película que viene siendo tan celebrada.

“Ocho apellidos vascos” es el título de la película que está obteniendo, como solían decir los gacetilleros de antaño, un éxito de crítica y de público. Se suceden las colas ante la taquilla y la gente sale de la sala cinematográfica hablando de Rafa y de Amaia como si los conocieran de toda la vida. Rafa (Dani Rovira) es el clásico sevillano que tiene asumido que un hombre con los zapatos sucios, sin el pelo engominado, sin gustarle el vino fino y sin ser capaz de seducir a las mujeres en flor, es un tipo que no merece tener ni siquiera para tabaco. Un julái, como hubiera dicho mi siempre recordado José Caña “Cañita”, cuya forma de torear estaba reñida con la de pegar pases por sistema.

Amaia (Clara Lago) es una vasca convencida de que todos los andaluces son unos vagos y por tanto unos muertos de hambre que viven pensando solamente en divertirse de manera que ella considera tan ridícula como estrafalaria. Y así lo grita en un bar de copas, de la capital hispalense, donde pasa unos días con unas amigas para paliar en parte los sinsabores que le han dejado el haberse quedado compuesta y sin novio al pie del altar. La vasca, joven y atractiva, aunque sin perder un ápice del poderío matriarcal de su tierra, se encocora del todo cuando sale Rafa al escenario del bar contando chascarrillos de vascuences y guipuzcoanos.

Ambos se enzarzan en una discusión que termina en la cama de Rafa. Aunque éste no hace uso del taller por mor de la curda que ha cogido ella. Al día siguiente, Amaia, que deja olvidado en la habitación su documento de identidad, regresa a su pueblo de una Euskadi que está en plena efervescencia terrorista. Rafa, que se ha prendado de la chica hasta las cachas, viaja al País Vasco contra la opinión de sus amigos, y lo hace con el carné de identidad de Amaia en la boca y el corazón desbocado. Lo mejor hasta ese momento han sido los diálogos que han contribuido al conocimiento de cada uno de los personajes. A los que se suman otros en cuanto Rafa pisa tierras norteñas. Los diálogos en esta película contribuyen enormemente al buen funcionamiento del ritmo. El cual no decae en ningún momento. Como tampoco la risa. El arte de hacer reír se basa en exponerle al público, cara a cara, sus propios defectos. (Enrique Jardiel Poncela).

Rafa, que por amor a Amaia ha de hacerse pasar por vasco, ante el padre de ésta y la cuadrilla de amigos, con sus vómitos, provocados por un comer pantagruélico y un beber desmedido, no hace sino poner en tela de juicio una cultura que ellos airean a cada paso. Su discurso improvisado sobre la “kale borroca” desdramatiza semejante actividad, amén de retratar a los activistas como unos ingenuos que esperan la llegada de armas para poder matar. Y así podríamos seguir dando pistas.

La comedia, a pesar de un final feliz, tiene más enjundia que todos los discursos políticos habidos al respecto. Habrá quien diga que la risa es una solución falsa. Pero es mejor ésta que la ira demoniaca.
 

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