Estamos charlando en la clásica
sobremesa donde hay barra libre para que cada cual pueda
opinar de lo que desee y emitir el juicio que le plazca al
respecto. La tertulia se ha animado aún más en cuanto los
participantes hemos visto llegar unas torrijas que se meten
por los ojos. Y, claro, comenzamos a salivar. Momento
apropiado para que a alguien se le ocurra decir que la vida
es un regalo que los dioses han hecho al hombre, aunque se
les olvidó decirle que no la hipotecasen. Porque la vida no
es muy larga, pues el que más dura no llega a los cien años.
Puesta en escena la muerte, hay quien exclama con gran
celeridad: ¡Lagarto, lagarto! A lo que responde otro
comensal: Hablar de la Parca, reflexionar sobre Ella, es la
única manera de perderle el miedo. Porque el miedo impide
hablar y reflexionar sobre cualquier asunto.
Abierto el debate sobre La Muerte, en una semana que ni
pintiparada para hacerlo, los pareceres se van sucediendo.
Así que llega el juicio femenino: “Los buenos se van, y los
malos están”. La contestación se produce inmediatamente: “Lo
que tú has dicho, se dice en general, cuando alguien muere
para encarecer sus buenas cualidades”.
La tertulia está compuesta por seis personas y todas
queremos manifestarnos a la vez. Bien pronto se impone la
calma y acordamos que haga uso de la palabra alguien que es
ejemplo acabado de bonhomía. Y, desde luego, su bagaje
cultural tampoco puede ponerse en duda. Se expresa así:
“Cuando una persona muere se genera una espiral de silencio
que niega lo malo y solo muestra el buen perfil del que se
va. Lo cual no deja de ser la forma que tenemos los humanos
de negociar la terrible sensación de injusticia que acompaña
a la muerte”.
Es cierto, me toca a mí intervenir, que los españoles nos
hemos distinguidos siempre por cantar las excelencias de
personas fallecidas a las que nunca les reconocimos sus
méritos en vida. Al otro lado de los Pirineos, por poner un
ejemplo, no tienen ningún reparo en hacerles el retrato
necrológico con defectos y virtudes. Aquí sería exponerse a
ser tachado de todo lo habido y por haber y nada bueno.
Dicho ello, se me vino a la memoria lo que dijo Núñez
Feijóo, cuando murió don Manuel Fraga: “Fraga
tuvo la mala suerte de haber nacido en un régimen sin
libertades”. Y tardaron nada y menos en decirle de todo
menos bonito. En este caso, porque para decir eso había que
querer mucho al político del que decían que tenía todo el
Estado metido en la cabeza.
En días de Semana Santa, creo haberlo escrito más de una
vez, yo siempre recuerdo la historia del Garaje de Nervión
en el que tuvo que refugiarse de la lluvia el Señor de
Sevilla: El Gran Poder. El protagonista de ella fue Juan
Araujo: ex jugador del Sevilla CF. Éste había montado un
garaje en la barriada reseñada. Un hijo suyo enfermó
gravemente. Y JA acudía todos los días a la Parroquia de la
Concepción a implorarle la salvación de su hijo al Cristo.
Muerto el hijo, acudió al Gran Poder para decirle que nunca
más lo visitaría, y que si quería verlo que fuera Él a su
casa.
Por motivos religiosos, el Señor de Sevilla salió un día en
procesión y un chaparrón primaveral lo sorprendió en el
barrio de Nervión, cerca del garaje de Araujo. Llamaron a su
puerta los hermanos de la imagen, para pedir asilo, y el
propietario sorprendido se postró a los pies del Gran Poder.
Semana de Pasión.
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