El atlético de Madrid ha
conseguido que yo, que si de algo puedo presumir es de ser
perito en la materia, vuelva a recobrar la pasión por el
fútbol que se me había ido resquebrajando en los últimos
años. El equipo afincado a orillas del Manzanares, ese río
que a su paso por Madrid dio grima durante mucho tiempo, me
ha hecho a mí recuperar todo el interés perdido por un
deporte que llevaba ya mucho tiempo dándonos gato por liebre
por culpa de entrenadores ávidos de jugar de la misma manera
que lo han venido haciendo la selección española y el
Barcelona.
Un fútbol que, incluso en sus mejores días de lucimientos y
éxitos, me dejaba siempre la impresión de que era un
espectáculo carente de algo tan esencial como es la emoción.
Esas llegadas a la portería contraria por el camino más
corto y en menos que canta un gallo, aunque sin prescindir
de las jugadas de distracción cuando la situación del rival
las reclamara. En suma: que echaba de menos esa agitación
que produce el fútbol directo. No confundir con patada a
seguir.
Cuando uno había escrito al respecto en más de una ocasión,
a pesar de las críticas de quienes todavía están convencidos
de que lo mejor del deporte rey son los arabescos, salió a
escena Franz Beckenbauer para poner los puntos sobre
las íes acerca del juego del Bayern: “Debe jugar más
directo”. Parecer que ha vuelto a emitir hace unas horas.
Sin importarle lo más mínimo que su equipo siga ganando como
si aún estuviera Jupp Heynckes de entrenador.
Uno entiende, cómo no lo va a entender, que el ex jugador y
ex seleccionador alemán eche de menos el entusiasmo que
produce, siendo espectador, ese fútbol que nace en el propio
campo, tras la recuperación de un balón, y en un santiamén
termina causando estragos en la portería contraria.
Conseguido ello, también tiene cabida el saber mantener el
balón y hacer uso, que nunca abuso -como le ocurrió al
Madrid frente Borussia Dortmund-, de ese fútbol de pases
cortos y horizontales, que amén de peligrosos aburren de la
misma manera que un discurso de un político cursi.
El partido del Atlético de Madrid frente al Barcelona fue de
los que hace que uno no se despegue del asiento de
telespectador ni para darle capricho a esa próstata que
suele ponerse insoportable cuando no debe. Sobre todo cuando
uno está disfrutando lo indecible viendo a los componentes
de un equipo sabiendo lo que hacer en cada momento para
conseguir algo tan esencial como es ocultar defectos y
sacarle el mayor partido a las cualidades sin tener que
recurrir a gazmoñerías futbolísticas.
Eso sí, la grandeza del Atlético no se está produciendo por
arte de birlibirloque. Sino porque cuenta con un entrenador
que ha sido capaz de convencer a sus hombres de que lo
principal en esta vida es hacer bien lo que uno sabe. Y así,
haciendo lo que uno sabe y poniéndolo al servicio del bien
general, el equipo de El Cholo Simeone se puede
permitir el lujo de actuar sin Diego Costa y seguir
jugando igual o mejor y hasta derrotando a ese ejército de
una nación sin Estado –Manolo Vázquez Montalbán
dixit- como es Cataluña.
Insisto: el miércoles volví a vibrar en mi butaca de la
salita de estar viendo un partido que pudo terminar ganando
el Atlético de Madrid por tres goles de diferencia. Y lo
hice viviendo apasionadamente un espectáculo de jugadores
sin remilgos. Fútbol de verdad. Creo que ese fútbol hacía
falta en una España que parecía haberlo inventado.
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