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OPINIÓN - LUNES, 7 DE ABRIL DE 2014

 

OPINIÓN / EL OASIS

Ay, Javier Prat Cobo
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Uno tiene aprendido, desde que empezó a escribir en periódicos, que el obituario es pieza periodística que intenta recoger la selección de hechos de una vida acabada mientras que otra pieza periodística, como es el perfil, procura reunir otra selección de hechos –y de palabras- de una vida aún en curso. Ambos intentos son difíciles de realizar: porque en los dos hay un propósito de fijar lo más esencial de proyectos abiertos o de existencias cerradas.

Yo te debía, ay, Javier Prat Cobo, ese perfil que tú merecías por cómo ejercías tu profesión y por ser tan buena gente. Pero contigo me ocurría, cada vez que trataba de hacerte el artículo de tus merecimientos en vida, que no sabía por dónde empezar. Tal vez porque aún existían en mí recuerdos desagradables del hecho que hizo posible que tu y yo llegásemos a forjar nuestra amistad.

Sí, Javier, nuestra amistad tomó vuelos cuando un día llegué a tu consulta diezmado física y moralmente. Decaído hasta extremos insospechados. Por mor de los traumatismos que presentaban mi espalda y el otro trauma: el ocasionado por haber sido objeto de una emboscada que a punto estuvo de costarme la vida.

Te visitaba en tu consulta de la Sanidad Pública. Y a pesar de que la sala de espera estaba repleta de pacientes, procurabas por todos los medios dedicarme la máxima atención que en aquel momento requería mi estado de salud y mi estado psíquico. Jamás perdiste la paciencia conmigo ni vi en ti el menor asomo de darme el alta precipitadamente.

Fueron muchos meses los que estuve sometido a tu vigilancia de traumatólogo. Y llegamos a contarnos vida y milagros. En cuanto la ocasión nos era propicia, allá que nos poníamos a pegar la hebra de fútbol, de política, de aspiraciones, y hasta de nuestros miedos a ciertas enfermedades. Surgían las anécdotas y ellas nos devolvían la risa que los dos habíamos perdido en algún que otro momento.

Me diste de alta, pero yo seguí visitándote en tu consulta privada, en cuanto me resentía de esa espalda que quedó dañada para siempre. Y de la que nunca se me hizo justicia por parte de quien estaba al frente de la Sanidad Pública.

A partir de entonces, en cuanto nos tropezábamos en la calle o en los establecimientos de ocio, nos poníamos a charlar de todo. Yo notaba, en los últimos años, que te habías venido arriba en todos los aspectos. Que habías vuelto a recuperar la alegría y la costumbre de vivir. Y que andabas, ay, querido Javier, como un niño con zapatos nuevos.

A veces me ponías al tanto de algún que otro ofrecimiento que te habían hecho para ocupar algún cargo político o administrativo. Que me consta rechazabas en un amén. También me confesabas lo mucho que te gustaba pasarte horas y horas en el quirófano. La mejor manera de adquirir inmejorable pericia como cirujano.

Me vas a permitir que te recuerde el día que saliste del comedor del Hotel Tryp para invitarme en la barra de la cafetería la copa con la que íbamos a brindar por el entusiasmo que te desbordaba. Momento cumbre de felicidad que volvías a manifestar a los cuatro vientos.

Ay, Javier Prat Cobo, al enterarme de lo tuyo, así de sopetón, me has dejado con el corazón metido en un puño. Hecho polvo. Sumido en una tristeza infinita. Y es que lo que menos podía yo imaginarme es que iba a tener que hacerte una necrológica. Esa semblanza tan sumamente difícil y dolorosa que uno le dedica al amigo que se nos ha ido. Lo tuyo, Javier, no hay derecho. ¡Qué pérdida, Dios!
 

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