Uno tiene aprendido, desde que
empezó a escribir en periódicos, que el obituario es pieza
periodística que intenta recoger la selección de hechos de
una vida acabada mientras que otra pieza periodística, como
es el perfil, procura reunir otra selección de hechos –y de
palabras- de una vida aún en curso. Ambos intentos son
difíciles de realizar: porque en los dos hay un propósito de
fijar lo más esencial de proyectos abiertos o de existencias
cerradas.
Yo te debía, ay, Javier Prat Cobo, ese perfil que tú
merecías por cómo ejercías tu profesión y por ser tan buena
gente. Pero contigo me ocurría, cada vez que trataba de
hacerte el artículo de tus merecimientos en vida, que no
sabía por dónde empezar. Tal vez porque aún existían en mí
recuerdos desagradables del hecho que hizo posible que tu y
yo llegásemos a forjar nuestra amistad.
Sí, Javier, nuestra amistad tomó vuelos cuando un día llegué
a tu consulta diezmado física y moralmente. Decaído hasta
extremos insospechados. Por mor de los traumatismos que
presentaban mi espalda y el otro trauma: el ocasionado por
haber sido objeto de una emboscada que a punto estuvo de
costarme la vida.
Te visitaba en tu consulta de la Sanidad Pública. Y a pesar
de que la sala de espera estaba repleta de pacientes,
procurabas por todos los medios dedicarme la máxima atención
que en aquel momento requería mi estado de salud y mi estado
psíquico. Jamás perdiste la paciencia conmigo ni vi en ti el
menor asomo de darme el alta precipitadamente.
Fueron muchos meses los que estuve sometido a tu vigilancia
de traumatólogo. Y llegamos a contarnos vida y milagros. En
cuanto la ocasión nos era propicia, allá que nos poníamos a
pegar la hebra de fútbol, de política, de aspiraciones, y
hasta de nuestros miedos a ciertas enfermedades. Surgían las
anécdotas y ellas nos devolvían la risa que los dos habíamos
perdido en algún que otro momento.
Me diste de alta, pero yo seguí visitándote en tu consulta
privada, en cuanto me resentía de esa espalda que quedó
dañada para siempre. Y de la que nunca se me hizo justicia
por parte de quien estaba al frente de la Sanidad Pública.
A partir de entonces, en cuanto nos tropezábamos en la calle
o en los establecimientos de ocio, nos poníamos a charlar de
todo. Yo notaba, en los últimos años, que te habías venido
arriba en todos los aspectos. Que habías vuelto a recuperar
la alegría y la costumbre de vivir. Y que andabas, ay,
querido Javier, como un niño con zapatos nuevos.
A veces me ponías al tanto de algún que otro ofrecimiento
que te habían hecho para ocupar algún cargo político o
administrativo. Que me consta rechazabas en un amén. También
me confesabas lo mucho que te gustaba pasarte horas y horas
en el quirófano. La mejor manera de adquirir inmejorable
pericia como cirujano.
Me vas a permitir que te recuerde el día que saliste del
comedor del Hotel Tryp para invitarme en la barra de la
cafetería la copa con la que íbamos a brindar por el
entusiasmo que te desbordaba. Momento cumbre de felicidad
que volvías a manifestar a los cuatro vientos.
Ay, Javier Prat Cobo, al enterarme de lo tuyo, así de
sopetón, me has dejado con el corazón metido en un puño.
Hecho polvo. Sumido en una tristeza infinita. Y es que lo
que menos podía yo imaginarme es que iba a tener que hacerte
una necrológica. Esa semblanza tan sumamente difícil y
dolorosa que uno le dedica al amigo que se nos ha ido. Lo
tuyo, Javier, no hay derecho. ¡Qué pérdida, Dios!
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